Último día en la Isla de Nusa Penida y no me podía perder los atractivos que recomiendan los folletos (virtuales, obvio!), a pesar del diluvio con que amaneció.
Así como los pescadores, no podían perder otra jornada de trabajo, ni el ser domingo, ni la lluvia, impidieron que salgan con sus barquitos.
Así yo también, pero en moto! Que es prácticamente el único medio de transporte en la isla.
A las diez parecía que amainaba un poco, y decidí arrancar.
Mi diestro “tachero” zigzagueaba la moto entre charcos, pozos, más motos, carretillas, carritos, perros, y demás objetos en mla vía pública.
La rutita que perimetrea la isla es una sucesión interminable de edificaciones a medio terminar, derruídas o templos en idénticas condiciones, cada tantísimo un intento de “resorts boutique” y restaurants de medio pelo, algún negocito de souveniers o de alquiler de snorkels y traje de buceo.
Una más de las dichosas contradicciones que veo a lo largo de este viaje: por un lado la pobreza extrema, con su carga de mugre y desidia, y por el otro, los “atractivos” turísticos para bolsillos satisfechos.
Tras una hora de andar colinas que subían y bajaban en toboganes cual montañas rusas, curvas cerradas como puños, y cornisas de escalofrío -perdón les debo las fotos, pero ni la moto, ni la lluvia ni las cornisas, son lugares aptos para fotografías al paso- llegamos a la afamada Crystal Beach, previo pago del ticket de acceso. Tres balineses sentados en unas tablas, más aburridos que los gatos, me cobraron aunque solo fuera por un minuto para ver. Estaba lloviendo de nuevo, obvio que no era para quedarme a pasar el día, en fin…
Increíble lo que miente el Trip Advisitor! La playita en cuestión era una minúscula extensión de arena llena de troncos partidos, restos de latas, botellas, y otras chanchadas, bordeadas de un bosquecito semiraquítico. Un par de reposeras despintadas, tres o cuatro sombrillas rotas, un bar de chapas, obviamente cerrado, y pare de contar. Eso sí! Las aguas eran turquesas, y enfrentada a la playa, un islote digno de una foto, como tantos otros. Seguramente con sol, o con su puesta, sea un piquito más admirable, pero por el momento, me pareció un despropósito de tiempo y mojadura.
Huimos para el segundo punto del recorrido: el arco de Broken Beach. Éste sí valió la pena, y el traste roto en la moto, tras dos horas de andar por los cráteres de la luna.
La lluvia nos permitió un respiro. En un puestito me animé a probar una especie de rodaja de batata frita. Tras las sacudidas, tenía tanto hambre como cansancio, y más aún pánico del aceite, tanto como el de romperme una pierna en una resbalada. El stress de hoy no fue de lo mejor, pero afortunadamente, ni me descompuse ni me rompí nada, solo empapada!
Tras el frugal almuerzo (no había mucho más para elegir) retomamos la odisea: tercer avistaje, la playa Kelingking. Otro ícono que bien merecida tiene la fama.
Al llegar al estacionamiento, otro barrial, el viento nos impedía avanzar. Volaron dos o tres chapas de algún chiringuito precario, y los cables de luz se mecían amenazadores. Realmente la prudencia me hizo esperar un poco, tras una pared a medio revocar.
Cuando el aguacero aflojó un poco, avanzamos descendiendo unos escalones de inciertas medidas, más “diseñados” para jirafas, que para personas. Llegamos a una plataforma que oficiaba las veces de mirador, desde donde podías seguir bajando mil doscientos escalones más, literal! La diferencia de altura a la playa es de casi cuatrocientos metros. Una precaria escalerita va recortándose en el acantilado, a la vez que te recorta la respiración. Sólo es apta para intrépidos jóvenes aventureros, o de egos demasiado grandes. Sólo de pensar en tener que volver a subirla, me conformé con una bonitas tomas desde donde, a Dios gracias, había llegado.
Unos simpáticos monitos amenizaban con sus piruetas, mi abatida más que húmeda fatiga.
Ültima escala del periplo: el templo de No se cuánto!
Creo que aquí mi motodriver me estafó un poquito, porque al que me llevó no se trataba de ninguna majestuosidad, sino uno más de tantos de los que vas pasando todo el tiempo. ¡Además estaba cerrado! Apenas para unas fotos en su portal.
No me importó, ya quería terminar la vuelta. Aún me faltaba recoger mi equipaje y embarcar para dejar la isla y retornar a Bali central.
Seis horas de asientito me recordaron mis tiempos de jocketa!
Sin embargo, los golpes en el traseo siguieron otra hora más en la lancha, ya que el oleaje estaba muy fuerte y como es ley, todo lo que sube, baja! A buen entendedor…
Llegué al puertito de Kusamba, que según mi dedo en el mapa, estaba más cerca de Ubud, mi próximo destino.
Craso error, más cerca físicamente sí, pero incomunicado, y era una villa miseria!.
Debí tomar otra mototaxi por más de una hora! Aunque esta vez por pavimento!
Llegué a una posada, dentro de un mismísimo templo. O dicho de otra manera, el templo habita la posada.
Cada casa que se precie de tal tiene construído un templo en medio de lo que sería el patio o el jardín para nosotros, los occidentales. A veces, hasta es más grande que la propia casa!
Hay fuentes y estatuas de “mounstruitos” desde la entrada, hasta el infinito. Mascarones que dan miedo, víboras que se enroscan por cuanta escalinata, bicho indefinido, elefante sacando la lengua, diablos barrigones de ojos exaltados, animales extraños de cuernos amenazantes, musas aladas con varios brazos en posiciones más que incómodas, en fin, una galería de “asustadores” que no me da ni ganas mirarlos, mucho menos entenderlos, con mi debido respeto!
En fin, de esto, seguramente, hablaré más adelante.
Por hoy, ya fue!
A buscar una buena cena, y a dormir, basta para mí!
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