lunes, 6 de septiembre de 2021

Polonia II, Varsovia, la bella...

Si habíamos subido por la costa báltica, bajaríamos por el lado oriental, donde se prometían otros bosques de hayas centenarias…












Maxi tenía prevista una visita a una reserva de bisontes, pero a mí eso me sonó a zoológico y no me hizo gracia su visita inconsulta. Por suerte, al llegar, comprobamos que estaba cerrada por ser lunes. Respiré aliviada.

Allí debíamos decidir si continuábamos rumbo a Rumania, como era el plan inicial, o nos desviábamos hacia Varsovia, a solo 200 kms. de allí.

A pesar de despotricar sobre las visitas a ciudades grandes, yo quería conocer la mágica aldea que había cobijado a Chopin, sus coloridos edificios que bordean la Market Place, y otros románticos rincones. (Ni por asomo Auschwitz ni otros dolores viejos…)

Si decidía por las montañas del sur, era como que me hubieran sacudido un chupetín frente a mí, y al ir a alcanzarlo, me lo retiraran abruptamente. Me sentí como una niñita desolada a la que le iban a cerrar el kiosquito. Una vez más debía aceptar “que todo no se puede”, esa frase que tanto me disgusta y con la que tanto he peleado en mi vida…

Finalmente mi alma de arquitecta (que es otra forma de apreciar la belleza) volcó la balanza de las decisiones al rumbo oeste y en tres horas, justo para el rosado atardecer, llegamos al centro de Varsovia!

Fue fácil encontrar estacionamiento, aunque no fue fácil entender la maquinola de los tickets! Finalmente un gentil polaco lo hizo por nosotras y tras dejar el papelucho en el parabrisas, corrimos a la plaza central, atravesando el puente y la pétrea muralla de la antigua fortificación.

El sol poniente pintaba los barrocos muros pastel con su dorada luz mientras un ángel munido de su saxo interpretaba “What a wonderful world” a un lado de la fuente central. La magia con todos sus secretos se revelaba…



























Velitas intermitentes sobre los manteles de los cafés y restaurants perimetrales, con enamorados cuchicheándose promesas, turistas fotografiando nubes, ventanas rebosando canteros floridos, carteles de hierro forjado enumerando locales, farolas iniciando su labor, y mi alegría escondida en mi corazón. ¡Lo había logrado! Fue como destapar una caja con una bella torta adentro, llena de firuletes de crema y jugosas frutas decorándola.

 Sólo faltaba robarle un trozo metiéndole el dedo adentro sin permiso! Y eso hicimos: caminamos por aquí y por allá por el lustroso adoquinado, contemplando cornisas, arabesques, pérgolas, frontis escalonados, marqueterías, y portales abiertos a patios de verdes silencios…

Un carruaje, con cochero de impecable smoking, tirado por dos caballos negros paseaba con sus galardones hincados en la crin trenzada. Chopin sonaba en un piano de cola tras una vidriera de cristal repartido en elegante art-nouveau, con sus curvas suaves y ornatos de bronce como pinceladas al aire.

Los jardines del Castillo Real balconeando sobre el río que separa la ciudad moderna a sus pies, la catedral gótica imponiéndose con sus astas al cielo, la magnificencia de sus edificios neoclásicos o los pequeños museos en callejuelas laberínticas, todo perfumado de un mítico encanto que lejos hace suponer los destrozos sufridos durante la 2° guerra mundial. Varsovia es el monumento a la resiliencia! Al “aquí estoy y esta soy” que tanto me hizo vibrar en alguna interna semejanza conmigo misma… 
















El incipiente frescor de la noche nos recordó nuestra invitación a las prometidas cervezas en un bar “de lujo”, bajo una blanca sombrilla, mientras un violinista nos regalaba “Imagine” a nuestras lágrimas emocionadas…



¿Qué más se le puede pedir a la Vida?...

Varsovia la bella, quedarás impregnada en mi piel for ever…