Si habíamos subido por la costa báltica, bajaríamos por el lado oriental, donde se prometían otros bosques de hayas centenarias…
Maxi tenía prevista una visita a una reserva de bisontes,
pero a mí eso me sonó a zoológico y no me hizo gracia su visita inconsulta. Por
suerte, al llegar, comprobamos que estaba cerrada por ser lunes. Respiré
aliviada.
Allí debíamos decidir si continuábamos rumbo a Rumania, como
era el plan inicial, o nos desviábamos hacia Varsovia, a solo 200 kms. de allí.
A pesar de despotricar sobre las visitas a ciudades grandes,
yo quería conocer la mágica aldea que había cobijado a Chopin, sus coloridos
edificios que bordean la Market Place, y otros románticos rincones. (Ni por
asomo Auschwitz ni otros dolores viejos…)
Si decidía por las montañas del sur, era como que me hubieran
sacudido un chupetín frente a mí, y al ir a alcanzarlo, me lo retiraran
abruptamente. Me sentí como una niñita desolada a la que le iban a cerrar el
kiosquito. Una vez más debía aceptar “que todo no se puede”, esa frase que
tanto me disgusta y con la que tanto he peleado en mi vida…
Finalmente mi alma de arquitecta (que es otra forma de
apreciar la belleza) volcó la balanza de las decisiones al rumbo oeste y en
tres horas, justo para el rosado atardecer, llegamos al centro de Varsovia!
Fue fácil encontrar estacionamiento, aunque no fue fácil
entender la maquinola de los tickets! Finalmente un gentil polaco lo hizo por
nosotras y tras dejar el papelucho en el parabrisas, corrimos a la plaza
central, atravesando el puente y la pétrea muralla de la antigua fortificación.
El sol poniente pintaba los barrocos muros pastel con su
dorada luz mientras un ángel munido de su saxo interpretaba “What a wonderful
world” a un lado de la fuente central. La magia con todos sus secretos se
revelaba…
Sólo faltaba robarle un trozo metiéndole el dedo adentro sin permiso! Y eso hicimos: caminamos por aquí y por allá por el lustroso adoquinado, contemplando cornisas, arabesques, pérgolas, frontis escalonados, marqueterías, y portales abiertos a patios de verdes silencios…
Un carruaje, con cochero de impecable smoking, tirado por dos
caballos negros paseaba con sus galardones hincados en la crin trenzada. Chopin
sonaba en un piano de cola tras una vidriera de cristal repartido en elegante
art-nouveau, con sus curvas suaves y ornatos de bronce como pinceladas al aire.
Los jardines del Castillo Real balconeando sobre el río que
separa la ciudad moderna a sus pies, la catedral gótica imponiéndose con sus
astas al cielo, la magnificencia de sus edificios neoclásicos o los pequeños
museos en callejuelas laberínticas, todo perfumado de un mítico encanto que
lejos hace suponer los destrozos sufridos durante la 2° guerra mundial.
Varsovia es el monumento a la resiliencia! Al “aquí estoy y esta soy” que tanto
me hizo vibrar en alguna interna semejanza conmigo misma…
El incipiente frescor de la noche nos recordó nuestra
invitación a las prometidas cervezas en un bar “de lujo”, bajo una blanca
sombrilla, mientras un violinista nos regalaba “Imagine” a nuestras lágrimas
emocionadas…
¿Qué más se le puede pedir a la Vida?...
Varsovia la bella, quedarás impregnada en mi piel for ever…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Si querés, dejame aquí tu mensaje o compartime tu Milagro...