No me canso de mirar el horizonte… creo que mis ojos se están tornando turquesas después de tanto verde que recibieron a lo largo de todo mi viaje anterior.
Una línea recta perfecta e infinita…
A lo lejos, muy muy a lo lejos, la silueta borroneada de las colinas de otra isla, me hacen saber que el mundo aún está ahí.
Yo aquí con mi ensoñación, la brisa, y mis palabras.
Ayer me desperté al alba con las voces de los pescadores que llegaban a mi orilla, alzando sus barcas sobre la arena, después de recoger el fruto de su trabajo durante la noche. Preparaban bolsas, limpiaban los motores, secaban las popas mientras reían y las mujeres los esperaban con comida tibia y tragos frescos. Yo espiaba su fiesta, tras las cortinas.
Los gallos cantaban, las gallinas cacareaban, las olas rugían su rompiente arrastrando piedrecillas como un sonajero sin fin.
El calor ya se hacía presente también.
¿Qué mejor remedio que levantarse y aprovechar el glorioso día?
El aseo, los estiramientos de yoga, un sublime desayuno en el balcón contestando mensajes a deshora, y todo el sol por venir.
Una mujer mayor colocaba bandejitas de hoja de palma trenzadas, con florcitas multicolores en su interior, y un sahumerio prendido, delante de la puerta de la casa, en la supuesta vereda, y otras a lo largo de los pasillos y frente a unos monolitos, supuestos altares familiares. Luego supe que se trata de ofrendas para bendecir el día y alejar los malos espíritus.
Al rato, las gallinas picoteaban el contenido y quedaba todo desparramado por el suelo, sin que a nadie le importara.
Dediqué el día a intentar completar mi blog, editar fotos, contemplar… meterme a la pile, tomar mucha agua y algunas frutas, contemplar… meterme a la pile, leer un poco, contemplar… culparme de no hacer los deberes a pesar de tener buena conexión, la compu está andando y tiempo más que suficiente.
Pero darle lugar a la fiaca, también me parece un propósito noble! Basta de autoexigencia! Vuelta a la pile, es que el agua tiene la temperatura perfecta para apagar el fuego del aire exterior. Me niego a quedarme encerrada en el cuarto con aire acondicionado, elijo el balcón donde chorreo transpiración por la espalda, pero estoy a la altura de los pájaros, como en un cielo personal.
Al atardecer, cuando el sol pinta el horizonte de pálido rosa, salí a caminar por la “rutita”, el único camino angosto que como un hilo de coser, va enhebrando las casas, los templos, los negocios, los cementerios, los puertos, los hoteles, y espacios baldíos, todo alrededor de la isla en un continum.
Cada frente es una obra de arte con sus molduras, arcadas, torretas, pináculos y como se llame toda la ornamentación que cada una tiene, algunas de lujosos dorados, otras de herrumbrados negros calizos. Conviven junto a marquesinas comerciales o antenas de Direct TV, como si el tiempo realmente no existiera.
Algunos chiringuitos, a modo de restaurants para turistas, comienzan a encender sus farolitos, pero la verdad, es que no hay nadie… Estamos en temporada baja, supuestamente época de lluvias, y los turistas no aparecen. Mejor para mí!
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Con ofrendas y paraguas para que no se insolen |
Exploro qué voy a cenar, pero ni los nombres inentendibles ni las imágenes me atraen. No soy de las que curiosean en el rubro gastronómico, al contrario! Entre prudente y miedosa que no me guste, o me arda, o me descomponga, prefiero mis dietas saludables. El problema que aquí no venden pan! Mucho menos queso! Dicen que hay que cuidarse mucho con el agua al lavar verduras, en fin, una situación a resolver. (Advirtieron que no dije “problema”?, ja!)
Entré en un comedero y pregunté si me podían servir arroz, sin condimentar, y dos huevos hervidos. (A lo frito aquí le tengo pánico). Aceptaron, y me fui con mi cajita feliz, más una cervecita a mi guarida balcón a seguir charlando con las olas…
Última refrescadita en la pileta ya anochecida y… good show! Basta para mí por hoy!
Amaneció diluviando.
La cabaña temblaba, el mar rugía, los pescadores no acudieron a su fiesta, el gris se imponía, los gallos también.
Volví a mi incipiente rutina de aseo, yoga, desayuno, y para entonces, comenzó a despejarse.
Hoy sí, voy a hacer los deberes! Para eso pacté un día más en mi cabañita de lujo.
Cuando la dueña (de nombre inentendible) me anuncia que se va a ir a una ceremonia, no tengo mejor respuesta que preguntarle si es abierta al público, si puedo ir con ella?
De sonrió encantada, aunque me pidió que me ponga “algo” que cubriera mis piernas y mis brazos.
A falta de camisa de manga larga, me puse la campera sobre el vestido largo, a pesar de los ya 30°C.
Volvió a sonreir (apenas habla poquito inglés) y me dice que la espere, que ya vuelve.
Volvió con un atuendo similar a su ropa, apretadito entre sus manos, ofreciéndomelo.
Volví al cuarto a cambiarme: pollera púrpura con arabescos dorados, tan angosta que me obligaba a caminar con los tobillos casi pegados, como una japonesita. Una blusa de nylon color curry con filigramas contorneado el escote y las mangas hasta mitad del antebrazo. Por encima de la cintura, un lazo sedoso que se ata desde el frente hacia la espalda con un nudo extraño.
Así convertida en “local”, nos dirigimos al templo.
Creo haberle entendido que sería una ceremonia familiar, que se realiza cada seis meses, y que mañana sería un día de completo silencio. La ceremonia principal será en cinco días, en otro templo más grande, al otro lado de la isla.
Cruzamos la rutita, seguimos por un laberinto de callejuelas derruídas, y entramos a una especie de patio grande, con una treintena de personas y cientos de adornos, ofrendas y monumentos intercalados entre columnatas y altares. Los hombres, semitirados en el suelo, sobre unas gradas, bien relajados, alguno incluso fumando! Todos de rigurosas remeras o camisas blancas y polleras de un solo paño colorido envolviendo sus trastes, anudadas a la cintura, dejando sus piernas peludas a la vista. Una especie de vincha blanca con un nudo en sobrevuelo remataba sus cabezas.
Las mujeres, en otro sector del “templo” (patio para mí porque es al descubierto), también sentadas en unos escalones, luciendo hermosos vestidos, maquilladas, de riguroso rodete negro atado sobre la nuca (yo justo también a la mañana, me había hecho uno saber!) conversaban amistosamente entre ellas. Una docena de niñitos correteaban de aquí para allá.
Un parlante trasmitía una música cadenciosa y armoniosa. Todos mi miraron al entrar y me aprobaron con sus sonrisas y algún gesto con las manos alzadas. Enseguida me ofrecieron sentarme.
La joven mujer a mi lado hablaba perfecto inglés y me sumo explicaciones del rito y otras costumbres. Incluso me autorizó y tranquilizó para sacar cuantas fotos quisiera.
En el fondo, una gran mesa con numerosos canastos colmados de frutas y otros alimentos, lucía frente al sacerdote, que de espaldas, sentado en posición yogui, hacía interminables bendiciones salpicándolos con una varita que remojaba en un fuentón con un líquido incierto.
Esto duró aproximadamente una hora, mientras todos seguían con sus tertulias, risas y convidando a los niños con golosinas, papas fritas o helados.
Me llamó la atención el hecho de usar paquetes comerciales en envases descartables, como así también las cucharitas y botellas de plástico.
Incluso había quien se entretenía con el celular, ajenos a la supuesta ceremonia.
Pareciera que nadie le daba ni bolilla al "bendecidor" y que él solo hiciera todo el trabajo.
En algún momento, el “sacerdote”, joven y de impecable camisola blanca, hizo señas a algunas mujeres para acercarse al altar. Ellas tomaron algunas canastas y se dirigieron a las estatuas de “los dioses”, ubicadas en distintos rincones. Tomaban unas pequeñas porciones y las depositaban en unos estantecitos frente a ellos.
Estas estatuillas eran de diferentes tamaños y materiales, algunas más que derruídas, de incierto formato, ni animales ni humanos, no quisiera ser irrespetuosa, pero no podría precisar qué eran.
A continuación repartieron las cajitas de flores, o más bien bandejitas, las mismas que cada mañana distribuyen por las casas, y cada uno las colocaba frente a sí. Me dieron una, con su correspondiente sahumerio, y repetí los gestos y los movimientos. Primero las manos acariciaban la tierra, y se elevaban la “energía” del humito sobre el rostro y por sobre las cabezas. Unas cinco o siete veces.
Luego tomábamos más humito y lo pasábamos por sobre los hombros hacia atrás, como dejando algo atrás…
Todo esto ya en respetuoso silencio, aunque con la repetida música de fondo, arrodillados o en cuclillas, esa maravillosa forma de sentarse que tienen, digna de atletas bien entrenados.
A continuación, todos, mujeres, hombres y niños, tomaron unos pétalos de las cajitas y los colocaron como un nudito entre sus manos en posición de rezo, elevándolas sobre la frente unos minutos. A una señal sincronizada, debíamos enganchar el puñadito tras la oreja derecha.
Lo mismo, con otro mini ramito, sobre la frente y luego la oreja izquierda. Para terminar, el último repollito de pétalos lo enredaban sobre el cabello, sobre el rodete central.
Luego el sacerdote convocó a dos hombres y les pasó dos fuentecitas más pequeñas con el líquido anterior. Ellos, con unas pajitas cual plumeritos, salpicaban de uno a uno, a modo de bendición. Luego, te volcaban un poquito en tus palmas encerradas como cucharita y bebías un poquito de ese potaje, el resto te lo untabas sobre tu propia cabeza. Yo, prudentemente, solo embebí mis labios y reservé la mayoría para mi cabellera.
A continuación te acercaban una palanganita con arroz. Debías tomar un puñadito y pegarte unos granitos en la frente, otros granitos en la garganta (del lado de afuera), y los que te quedaban, echártelos sobre la cabeza.
Una vez que todos recibieron su arroz, cosa que me hizo recordar a la eucaristía y al vino de los católicos, ya dieron por finalizada la ceremonia.
Recién ahí, el sacerdote se levantó de su posición y se unió a las personas.
Unos hombres envolvieron a las estatuas de los dioses con unos trapos negros y le cerraron los paraguas a los que lo tenían, para luego guardarlos en unas columnatas a las que se accedía con unas escaleras metálicas como de pintor. Las mujeres se acercaron a la gran mesa y comenzaron a elegir los alimentos que se llevarían a sus casas.
Mi anfitriona armó una gran torre basada desde una canasta, y se la colocó en perfecto equilibrio sobre su cabeza. Volvimos a su casa.
Todos me despedían contentos, y hasta me regalaban algunas frutas y otros paquetitos de comida irreconocible. Al parecer, una suerte de golosinas.
Veré si me animo a probar alguna.
Super feliz por la experiencia, y más que agradecida, me cambié y le devolví el ajuar.
No sé cuán benditas resultan las ofrendas, pero yo sí me siento super bendecida de haber podido presenciar y participar de esta ceremonia, que obviamente, no figura en ningún folleto turístico, ja!
Esto es la verdadera Bali, el genuino misticismo de Indonesia.
Gracias por tanto!
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