Hacía años que no me despertaba con el canto de un gallo.
Así que hoy, la veintena de atrasados, parecieron ponerse de acuerdo, y desde distintos puntos del “barrio” (barro) se escuchaban sus cacareos desde temprano, entre el repiquetear de la lluvia en los charcos, y las campanas de las distintas iglesias (metodistas, prebisteriana, testigos de Jehová, católica, y vaya a saber qué otras) compitiendo por el acarreo de fieles en esta mañana de domingo.
Imposible no despertarse temprano!
El problema mayor no era ése, sino bajar la escalera de madera resbaladiza bajo la llovizna e ir al fondo del terreno, barro mediante, a descargar el pipi nocturno. ¡Eso sí que fue una aventura!
Volver a descalzarse para entrar a la casa y esperar a que Gladys se levantara y ofreciera un desayuno. Ni idea si eso se estilaba o si habría presupuesto.
Para mi suerte, así fue! Solo que con la debida demora, ya que si enchufaba el tostador al mismo tiempo que la pava eléctrica, saltaba la térmica. Recuerden, no más del voltaje de tres bombitas máximo. No tiene cocina a gas, solo a leña. Yo no paro de agradecer “mis lujos” y beneficios del sistema que tanto critico.
Llegadas las nueve, Dereck cumplió su promesa de devolverme al aeropuerto, para abordar el último tramo de este ticket con destino a Papúa Nueva Guinea, a tres horas y media de vuelo.
Lo de “último” se refiere a este pasaje con escalas, porque falta muchíiiiisimoooo para pensar en el final de este gran viaje, ja!
¿Qué tiene de particular Papúa Guinea?
Lo supe al llegar. Yo soñaba con su naturaleza exuberante, con visitas a tribus canívales (aunque les llevaría sandwichitos vegetarianos de regalo), con sus volcanes y barreras de corales para surfear.
Naa…
Es otro de esos países super ricos en recursos pero de una pobreza que se destila en las calles. Son una potencia para extracciones de petróleo, oro, gas y litio. Pero que los chinos y los australianos les exprimen sin pudor. Hay unos edificios comerciales dignos de New York city, hoteles magníficos con Hyatt y Hilton a la cabeza, super mega malls (shoopings) gigantes, avenidas pavimentadas se cruzan con senderos de barro a modo de calles cual tejido de arañas. El puro “business” para unos pocos y miles sentados en las veredas tratando de vender un puñadito de maníes o ropa de quinta mano. Es tal la magnitud de la diferencia social que me atrevería a decir que es PNG (Papúa Nueva Guinea) es un gran lavarropas. Obvio que los botones los manejan los mismos de siempre, y los otros, la verdadera población que no necesita hoteles, ni siquiera tiene donde lavar sus ropas.
Muy triste…
Todo esto lo vi, y me lo fue contando Joyce, mi ángela del día, mientras me paseaba por toda la ciudad y alrededores en su Jeep 4 x 4.
La conocí “de casualidad” (¡?) en el aeropuerto mientras intentaba encontrar un hostel en internet. Ni una cosa ni la otra!
O te vas a un super cinco estrellas, o… a la calle! Nada de backpackers por aquí! Nada de turistas “normales”.
No sé si me vió la cara de preocupada o fue solo gentileza, pero tras las preguntas de rigor: “¿De dónde sos? ¿De dónde venís? ¿Adónde vas?” Y la infaltable: “¿Viajas sola?????” se ofreció a ayudarme. Ella conocía un “lodge” económico y me haría conocer Puerto Moresby, su capital. Acepté encantada, reconociendo una vez más, una mano celestial siempre pronta.
Lo hermoso de estos encuentros, es que más allá del favor recibido, conocés la realidad de la mano de los locales, no las imágenes o los versos de Tripadvisor y compañía.
Ya de vuelta pasó por un Mc. Donald con su mejor intención de dejarme cenada, como si fuera mi mamá, ja! Le acepté sólo las papas fritas.
El lodge resultó una pensión para gente humilde, e indocumentados. El gobierno les paga ese lugar a los soldados que por XX razones han perdido su identidad o fueron reportados de otros países. Algo así como una cárcel a puertas abiertas, aunque ninguno se iría muy lejos, sin pasaportes y con hambre.
A pesar de lo sencillo del lugar, la habitación tenía aire acondicionado, aunque no funcionaba. Sí los dos ventiladores de techo. Tenía también una heladerita, pero el técnico llegaría al día siguiente a repararla. Había un televisor que ni me molesté en intentar prenderlo. Acomodé el sillón desvencijado al escritorito e intento escribir en una posición no muy cómoda.
El baño compartido, afuera, al final del pasillo, y con llave. Me recomendaron sacar el rollo y traérmelo a la habitación cada vez.
Está todo enrejado como para evitar que Pablo Escobar intentara entrar. Aunque una deliciosa Santa Rita se enreda entre las púas del alambrado. Me avisaron que hay dos custodios toda la noche.
En una de esas, veo pasar una pequeña aunque no por eso, menos asquerosa, cucaracha entre mis pies. Prometo que solo la pateé, no la maté, pero del susto, no volvió más.
Cuando fui a abrir la cama para acostarme, la sábana de abajo estaba más que manchada y con un agujero; la de arriba, inexistente.
Ahí sí, ya me fui a quejar (¿?) a la recepción. No estaba dispuesta a pagar u$s 50.- por todos esos “inconvenientes”.
A pesar de ser casi las once de la noche, me super atendieron con mil disculpas. Me cambiaron la heladerita (yo solo pretendía tener dos botellitas de agua helada), me cambiaron las sábanas (hasta me dieron a elegir el color del cubrecama), encontraron el correcto control remoto del aire acondicionado y arrancó, y hasta desinfectaron el piso con lavandina (debí orear un rato para que se evaporara el olor). Todo acompañado de mil pedidos de perdón.
Ah!! el internet nunca funcionó, la culpa era de la lluvia…
Igualmente me dormí en paz, dispuesta a irme al día siguiente.
Daba por vista PNG, y no intentaría ninguna locura en las selvas circundantes. No tengo ganas de ser devorada por ningún originario ni por un mosquito ni cazarme una fiebre amarilla. Mucho menos, vacunarme.
Lo hecho, hecho está.
A la mañana siguiente, al ir a hacer el cheq out, el manager seguía disculpándose avergonzado. Me descontó el 50% y me puso un taxi a disposición para llevarme al aeropuerto.
Ahora?
A Manila! Capital de Filipinas.
Nos vemos por allá...
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