El avión en cuestión no era el símbolo de la seguridad ni del modernismo, el tapizado de los asientos lucía parches con la buena intención de ser reparados. La cartilla de instrucciones en caso de emergencia parecía un billete muy usado, nada de revista publicitaria de free shop de alahajas ni perfumes, mucho menos pantalla para amenizar con videos en los respaldos.
Las azafatas lucían sendas flores en el cabello, con un uniforme de diseño modesto monocromo.
Sin embargo, el servicio de comida fue delicioso, considerando que era un viaje de menos de dos horas.
Apenas nos elevamos, las siluetas de las islas, con sus contornos de espuma turquesa, aparecían y desaparecían entre las nubes.
Unas fuertes sacudidas de lluvia y viento, me hicieron convocar a los angelitos, mientras practicaba la confianza y el pensamiento positivo.
Cuando anunciaron el aterrizaje y se escuchó que bajaban las ruedas del fuselaje, me pregunté dónde estaría la pista, ya que cada vez estábamos más cerca del agua y no se veía tierra alguna.
Con la precisión del que sabe, el piloto acertó a posarse en el preciso instante en que la costa le dio lugar al terreno firme.
Solomón es tan pequeña que podría decirse que la pista la cruza de lado a lado.
El aeropuerto es tan pequeño que apenas entras al edificio, pasas los dos únicos mostradores de Aduana, retiras tu valija de la única cinta rotativa, que ni máquina lectora de equipaje hay para revisarlo. Confían en tus dichos de “Nada para declarar”.
Tras el vidrio, una pequeña agencia de Western Union para cambiar dinero y un barcito sin lujos. Tampoco free wifi! Unos pocos asientos destartalados a modo de sala de espera y pare de contar. Ah sí! Los baños, por cierto bien limpios.
Afuera uno o dos taxis, ni uno más! No buses públicos ni agencia alguna de alquiler de autos.
En un segundo, desaparecieron todos.
Yo tenía visto en booking un hostel, pero cuando pregunté el valor del traslado al mismo, me dijeron que era muy lejos y que el camino para llegar estaba cortado por las inundaciones.
Inmediatamente me dí cuenta que debía elegir algún otro bien cercano al aeropuerto, ya que a la mañana siguiente, a las nueve, abordaría mi siguiente avión a Papúa Nueva Guinea, última escala de mi periplo (por ahora!) y no era cuestión de perder el vuelo por una situación semejante.
En las cercanías sólo había un cinco estrellas a precio de cien constelaciones completas.
Ante la imposibilidad de buscar más información en el celular, fui a preguntarle a la moza del barcito. Ella, dudosa, le preguntó a otra, y ésta a la cocinera. Ninguna sabía nada pero se preocuparon en tratar de ayudarme. Hacían memoria y tiraban nombres al azar. Hablaban entre ellas en su dialecto y yo quedaba al margen de sus dichos. Mientras pasaban los minutos…
El Jefe de la Aduana se acercó a ver que pasaba, y se sumó a la búsqueda y sugerencias.
Una llamó a su casa para pedir autorización a su padre a ver si yo podía pasar la noche allí, pero la misma respuesta del camino cortado.
Llamaron a otros hoteles pero o no atendían o los precios eran ridículos.
Por otro lado, ya había cerrado la agencia de cambio y yo no tenía ni una moneda local. Tampoco aceptaban dólares americanos, quizás sí, australianos.
La tarde seguía pasando..
Alguien sugirió preguntar en el convento de las dominicanas, frente al aeropuerto.
La monja que atendió, debía pedir autorización a otra que no estaba, volvería en dos horas.
El Jefe de la Aduana, Tomás, me autorizó a dormir en el aeropuerto, aunque me advirtió que en una hora más, debía cerrarlo y quedaría sola.
La ayudante de cocina intentó con una tía, pero tampoco atendía el teléfono. Otra se acordó de no se quien, pero tampoco podía.
En algún momento llamó la madre superiora para disculparse que no tenía lugar porque estaban de reparaciones.
En eso llegó un cliente a comprar un jugo, y enterado del simposio que se había armado en el bar con “mi” problema, se ofreció gentilmente a darme un cuarto en su casa. Tenía camioneta grande y se comprometía a llevarme de vuelta al aeropuerto a la mañana siguiente.
Miré a las chicas con cara de : “¿Uds. lo conocen?”
Inmediatamente se sonrieron dándome la aprobación de la mejor y única oferta posible.
En un santiamén ya estaba saludando a su esposa Gladys en la vereda y subiendo mi valija a su Toyota.
Apenas salió a la única callle de la pequeña ciudad, me di cuenta a que se referían. Era un completo barrial, entre el agua acumulada y los charcos de basura inmunda.
Todo roto, construcciones deplorables, tráfico de locos en autos reventados, cientos de personas caminando entre ellos a falta de veredas, y niños de ojos grandes y pelos rizados pululando como animalitos perdidos. Algo bastante parecido al infierno, incluso con el calor sofocante y la humedad respectiva.
Derek encaró para su casa, su versión de cercana me resultó relativa, ya que tardamos más de media hora en llegar. Es cierto que debió zigzaguear mil pozos y otros mil charcos de lodo líquido.
Una multitud de chiquillos salió a recibirnos. Gladys me aclaró que solo cuatro eran de ella, el resto eran sobrinos o vecinos, ya que ella y su marido le daban comida y cuidado a medio barrio.
La modesta casa de tablas se erigía sobre pilotes y estaba a medio construir. Sin baño ni cocina. Anque letrina al fondo del terreno y algunas ollas con balde lindero sobre unas maderas bajo el techo del subsuelo.
Enfrente otra choza que oficiaba de templo evangélico, al lado otra, pero era de los mormones. Más allá la presbisteriana, y por atrás la de no sé quien, unas más derruídas que las otras.
Una vez más se cumplía la fórmula: a más pobreza, más iglesias.
Un arroyo apestoso cruzaba la calle y se desdibujaba entre los matorrales.
Varios puestos desvencijados con toldos más que agujereados, oficiaban de mercado en la mismísma calle, con apenas puñaditos de maníes, pocos choclos resecos, bananas que daban lástima, y alguna poca cosa más.
Instantáneamente pasé a ser “la blanca” como en mi recorrido africano.
Tenía dos opciones: o miraba todo con asco y contaba las horas hasta salir de ese chiquero, o me abría a la oportunidad de compartir y AGRADECER! a esta noble familia local aprendiendo de su forma de vida y lo que la vida tuviera para enseñarme.
Obvio elegí la segunda.
Subimos mis cosas a la habitación de las nenas, con un gran colchón en el suelo.
Lo primero que hizo Gladys fue prender el ventilador.
Me dí cuenta que ese ya era un regalo muy importante. Apenas lo usan para no gastar la poca electricidad que tienen. Más tarde me enteraría que solo se otorga el consumo de tres bombitas y dos enchufes por casa, independientemente de su tamaño o miembros que la habiten.
Nos pusimos a charlar en el balcón, entre los parlantes irreverantes de ciertos vecinos, y el tronar de la lluvia a baldazos. Así me enteré que en Solomón la escuela no es obligatoria para nadie, solo pueden ir quienes la pueden pagar. Ella es maestra y apenas le alcanza para pagar el colectivo todos los días para ir a trabajar.
Me contó que casi todas las empresas son Chinas, que ellos construyeron el gran estadio que sobresale en el centro de la ciudad, manejan el puerto, todos los almacenes y shoopings son de ellos junto al casino y obviamente son los que ocupan los grandes hoteles con sus perpetuas visitas de negocio. De hecho el barrio chino, es más grande que Honiara, la capital oficial.
En un momento que la lluvia amainó un poco, Dereck se ofreció a llevarme a dar una vuelta para conocer la ciudad. No me podía negar, aunque para muestra basta un botón. Hubiera preferido esconderme bajo las sábanas, pero nobleza obliga, y sonriente acepté la invitación.
Debo reconocer que Australia y Nueva Zelanda me muy mal acostumbraron a lo bueno, bello, cómodo y mil virtudes más. Que ahora el caos, lo nauseabundo, rotoso, y chancho, ya no me sienta nada bien, se me entumece el alma de impotencia y horror.
Gladys con toda su mejor voluntad para agasajarme, preparó una abundante olla de arroz con pollo y obviamente no iba a andar con disquicisiones vegetarianas y tragué los pedacitos sin chistar.
Luego peló un ananá, lo cortó en rodajas, lo mismo con un melón y dos mangos, y no cesaba de insistirme en que me sirviera.
Una vez más se confirma la regla: cuanto más pobres, más generosos! Gracias por tanto!
Su marido me contaba del barco pesquero en el que trabaja, haciendo largos viajes por China, Malasia y Corea. Por eso cuando está en su casa, disfruta su familia y la comida, orgulloso de ambas!
Terminada la cena, las niñas recogieron todo, lavaron los platos que usamos los mayores (los chicos se supone que comieron abajo y directo de la olla). No había más que un vaso para todos. Ahí me acordé que en mi bolso yo llevaba más de siete “descartables” que voy sumando cada vez que me dan los de los aviones o en alguna cafetería y que yo me niego a tirar con un solo uso. Fue mi pequeña donación a la casa. Ellos felices como si fueran de cristal.
El matrimonio se fue al balcón a refrescarse, la lluvia apenas gotea, los niños se van durmiendo uno a uno en los rincones, como perritos, y yo escribo en una mesita minúscula al lado de una ventana, agradeciendo al cielo, estar donde estoy.
A salvo, protegida, alimentada, con un colchón asegurado, y siendo partícipe del amor de esta humilde familia. Gracias Gladys y Dereck, gracias por darme y enseñarme tanto!
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