martes, 11 de febrero de 2025

Ubud

 Esta región, aledaña a la ciudad de Denpasar forma parte de Bali, isla lindera a Java, y a otras 1200 islas, conformando el país de Indonesia. Ubud se hizo famosa y extremadamente turística, a partir de la peli “Comer, Rezar, Amar” donde la protagonista pasa unos días que relata en la tercera parte de su libro.



Sin embargo, a la región le sobran motivos para atraer cientos de miles de personas de todo el mundo.


Aquí se amalgaman las más ancestrales tradiciones balinesas con templos y ceremonias por doquier, con la belleza de los infinitos campos de arroz, la modernidad y dinamismo de una ciudad comercial hasta el hartazgo, la benevolencia del clima, biodiversidad de flora y fauna únicas y la sonrisa generosa de sus habitantes locales.









Suman también numerosos extranjeros que vienen aquí en búsqueda de misticismo, superación personal en innumerables clases de yoga, meditación, gongs, mantras y todo el abanico de paces posibles.

Otra raza de buscadores lo son de olas para surfear en sus salvajes playas perimetrales.

Otros, amantes de la gastronomía exótica, llegan aquí como pasajeros de una corta estadía y terminan enamorándose de estas tierras o de alguien, y adoptan esta región como refugio de paz y amor.

Hay infinitud de resorts premium de cinco o más estrellas, aunque también la posibilidad de rentar una habitación en una casa familiar tradicional, con su correspondiente jardín con estatuas de “mounstritos”, altares con sus cajitas de bendiciones diarias humeando sahumerios ricos, el templo propiamente dicho en el centro de la propiedad y al que tienes prohibido entrar sin el sari adecuado, y por supuesto la familia instalada con sus generaciones de abuela, madre e hijos en armoniosa convivencia. Muchas veces, también la bisabuela!, el perro y los gatos.



En la primera que estuve, salí horrorizada por la mugre, pero hoy encontré otra hermosa, super pacífica, con pastito en el frente de mi habitación donde decenas de pajaritos vienen a husmear raíces frescas, con música de xilofones, campanitas y flautas en algún parlante cercano.

Con la lluvia intermitente obligándome a la espera del momento propicio para salir a caminar…

Disfruté de un desayuno de café balinés, tan fuerte como para mantenerte encendida hasta la medianoche! Con un potecito con trozos de papaya, ananás y fruta del dragón, maravillosas todas! Un panqueque de ananás y miel coronaba mi mesita bajo unas esteras con flequitos trenzados, orquídeas colgantes, paraguas abiertos como símbolo de protección en las esquinas de la pétrea plataforma elevada donde se ubica el sector para comer. Todo rodeado de cientos de macetas, árboles en flor, y el corretear de los nietos con sus carritos de juguete.





Cuando el llorar del cielo se disipó, salí a recorrer el mercadillo. Centenares de puestitos de ropa hindú, zapatillas internacionales, carteras y bolsos de rafia, adornos de todo tamaño, espejos enmarcados, atrapasueños tejidos, souuveniers made in china hasta el hartazgo repetitivos, bijouterie y alhajas de todo precio, coloridas y sedosas telas para envolver cuerpos y suerños, y suficiente para mí! Nada de eso me atrae ni puedo acarrear. Por otro lado, se volvió a largar a llover con todo!

Investida con mi fiel poncho impermeable, ¡o casi! fui buscando refugio en toldos y marquesinas hasta apartarme de la zona comercial. Moría de ganas de ir a conocer los campos de arroz escalonados en las praderas, como lo son sus prometedoras fotos.



De paso, ir a ver si encontraba algún hotelito sencillo en esa zona con vistas más naturales que a los dioses familiares.

En la nueva pausa diluviana encaré un caminito tentador según mi Google maps.

Alejarme de la “civilización” fue todo un placer, aunque mis zapatillas a punto de merengue marrón, no opinaran lo mismo. Enseguida dí con las afamadas superficies verdes, piletones inundados de barro con tiernos brotes asomando hasta el horizonte sin fin. Cada tanto, alguna camisa colorida y un sombrero piramidal de paja, encorvados en la pesca del oro blanco, señalaban la presencia de unos pocos cosechadores.


















Unos techos de paja alineados a la distancia mostraban la inconfundible silueta de los hoteles para privilegiados. Como gozo de esta ductilidad de parecer zaparrastrosa y elegante a la vez, me atreví a entrar a conocer uno y a otros, como quien visita galerías de arte o góndolas de supermercado.

Tras las reverencias, las fotos a sus estanques, la recorrida a sus imposibles habitaciones (de 900 a 2.000 u$s la noche), y la despedida con “el lo voy a pensar..”, me pasé buena parte de la tarde.








Al fin y al cabo, el hábito de observar arquitecturas diversas, decoración de interiores sublimes y exteriores de exquisitos paisajistas, no se me borra tan fácilmente. Ja!

Seguí por senderitos nada concurridos y me volvió a atrapar la lluvia como una bendición.

Llegué a una pequeñisima choza donde madre e hijo preparaban con hojas de bananos los recipientes para las ofrendas del día, y al parecer, para toda la semana.

Miré y me dejaron mirar hasta aprender yo también.

Un piquito me frustré al observar que el truco del ancestral tejido, ahora había sido sustituído por la maquinita abrochadora que el muchacho portaba en su derecha, mientras la mujer cortaba prolijamente las tiras que emplearían, con un vulgar cuchillo de cocina.








Volvió a clarear, y retorné mi marcha. Debí pelearme con unos perros amenazadores que interrumpieron mis pasos y mi paz. Me ladraban con fauces de poco amigos, hasta que tuve que lanzarles una piedra. Al parecer la palabra “cucha” que les grité sucesivas veces, no la registraban en balinés perruno. Logré pasar.

Una viejecita sentada a las puertas de un templo, me hacía señas desproporcionadas para que me acercara a no sé qué, invitándome a pasar. Como aún tenía pegado el miedito a los perros, decidí sonreirle y seguir de largo a buen ritmo.

Ya me había alejado suficiente, cuando me dí cuenta que me había olvidado mi campera y mi impermeable en la chocita de los tejedores. Que bien se camina con las manos libres, sin acarrear tanta cosa! Pero sí o sí, debía volver a buscarlas, ya que no cuento con ningún otro abrigo y la temporada de lluvias no piensa terminar en estos días.

Subí la colina que tan gustosamente había bajado. Por suerte los perros ya no estaban. La viejita tampoco. Añoré que quizás fuera la lectora de la palma de las manos, como en el afamado libro de Elizabeth Gilbert. Solo me faltaba la bicicleta para sentirme Julia Roberts!

Recuperé mis abrigos, inútiles ante los sofocantes nuevos rayos de sol, y reinicié la vuelta. Según mi telefonito había hecho 10 kms. y quería volver antes que oscureciera. Ergo, me faltaban diez más!

De camino veo, cosa que de ida no vi!, la entrada a un centro de meditación en unas tres pirámides de gran tamaño, todo rodeado de preciosos jardines, con musiquita soft acompañando el ambiente, una gran cafetería con tortas más que apetecibles, una tiendita de souveniers con cajas de cartas superadoras, palos santos e inciensos al por mayor, anillos con piedras sanadoras, capas de hechiceras aladas, cuencos de cuarzo, diapasones para vibrar con los ángeles, y cuanto chiche de la new age existe. Perdón, pero todo me pareció una gran puesta en escena, cuando el precio de la sesión sonora de camilla bajo el tetraedro con la frecuencia vibratoria de la música que te venden (y que de tanta relajación te dormirás en cinco minutos) era de u$s 50 la hora. También podías elegir hacerte alguito en el spa, dejarte masajear los pies con reflexología o abrirte el aura con la alineación de los siete chackras en sesiones de luminoterapia. En fin, de todo como en botica!





Aunque al parecer, la fama de este lugar, les bien llena los bolsillos a la pareja de propietarios yanquees, sonrientes en la foto de la entrada cual políticos de turno, ya que estaba lleno de gente. 98% mujeres por supuesto! Ja! No sé si de aprendices de bienestar álmico o de desesperadas de depresión constante. Perdón con la crítica despiadada, no logro manejar mi parte juzgadora, pero no me la creí! Algún tufillo indecoroso me entumecía la intuición de bruja experimentada. Quizás debiera tomar una sesión de santidad enlatada… ja!

Volví al camino, en paz con mi insuficiente nivel espiritual pero mío, aprendido y conquistado a fuerza de vida, no comprado, mucho menos enchufado por modas o rebaños.

La tarde se fue cerrando y llegué al centro a tiempo para cosas más sustentables como una buena cena! Me animé a ir sola a un restaurant de comida típica (otra no hay!, no voy a llegar hasta Indonesia para pedirme una pizza!), aunque tuve que rogarle a la mesera que por favor no fuera picante, sin cebolla ni ajo, y poca soya, ja! Me lo super disfruté! Cervecita mediante.



Ahora sí! A descansar frente al templete de mi bendecida habitación, aunque con diablillo yogui emplumado y con capita cuadrillé. Ya investigaré que significa esto de vestir a las estatuillas, pero hoy, ya no!

Hasta la próxima!

















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