Esto de ir cambiándose de isla en isla tiene su encanto y sus contrariedades.
Para una curiosa neta como yo, que no le importa armar y desarmar la valija tres veces por día, es algo que agiliza tu mente: debes revisar mapas, horarios y compañías de lanchas, siguiente alojamiento, actividades para hacer en el nuevo destino, etc. Imposible aburrirse!
Para alguien semi obsesiva como yo, que el hostel sea bellamente armonioso, en lo posible sobre la playa, limpio, con poca gente, sin bochinche fiestero nocturno, que no haya olores desagradables de pescados ni cloacas, que tenga un precio acorde, etc. etc. etc. es una pérdida tremenda de tiempo y energía.
Bien podría quedarme quieta en un solo lugar -en definitiva todas las playas son más o menos parecidas: arena blanca, agua turquesa, montes impresionantes alrededor de las bahías, temperatura excelsa, y mucho ocio como mercantilismo circundante- pero bueh...ya me conocen! Soy paseandera… así que me he tomado esto de las islas como piedritas donde ir saltando de una en una siguiendo una línea imaginaria hacia el norte, con destino Bangkok, capital de Tailandia.
Tampoco la pavada! Ya que Thai cuenta con más de mil doscientas formando archipiélagos en distintos mares y a diferentes latitudes.
Por el momento, he decidido volver al continente para dar fin a la costa oeste, incursionar en el centro de su territorio donde hay unos Parques Nacionales muy renombrados, y cruzarme hacia el este, quizás haga alguna isla en ese otro mar.
Así que hoy llegué a Railay, una población muy pequeñita pero muy preciosa, justo en la punta de una península con playitas que acceden a ambos lados del mar, una especie de “Angostura” pero en forma de acantilado. Tan preciosa como exclusiva, tan exclusiva como carísima! Sin embargo, fully booked, todo reservado! Imposible conseguir alojamiento.
Me lo tomé con calma, ya que tenía todo el día por delante, y confío en los Milagros.
Recorrí sus playas con prudencia, ya que el sol estaba fuertísimo y la marea estaba subiendo. Como ya había experimentado en Tanzania, no era cuestión de volver a quedar atrapada entre las rocas y los murallones de los mega hoteles fifí que se adueñan del espacio público. Encontré una hamaca colgada de un árbol con buena sombra, y aproveché para seguir con mis cavilaciones (meditaciones)… En una de esas, veo a lo lejos, un muchacho sentado en su toalla, tomando mate. Me lancé como buena tigresa! Reconozco que la sonrisa de: “¿Argentino, verdad?” -tenía algo de manipulación ya que la frase correcta hubiera sido: -“Por favor, me convidas un poco de tui mate?”- pero entre compatriotas sorprendidos de encontrarnos tan lejos, hay pocos pruritos y mucho de un cariño recién parido. Nos pusimos a charlar y se me fue pasando la tarde… las nubes venían avanzando desde el oeste, tiñendo el cielo de plomo…
Nos despedimos como viejos amigos.
De pasada hacia el muelle, había decidido tomar una lancha taxi hasta la siguiente localidad, Ao Nang, donde sabía que encontraría alojamiento para esa noche, visité “la cueva de los Penes”. Sí! Así como lo leen o como lo ven en las fotos: miles de penes de todo tamaño, material y estado, son arrojados en la caverna o puestos alineados en primera fila, junto a ofrendas frutales, pelotas de football, ropa, tacitas de café, cartas, o cien artículos más. Los hay desde pequeñitos de plástico hasta de madera de metro y medio de alto, con su punta bien colorada. Atrás del altar, la diosa colmada de collares y varios brazos, sonríe complacida. No tengo idea del significado de este “templo sexuado”. No sé si los caballeros se acercan a pedir que nunca se les decaiga, o si son las mujeres que van a pedir que nunca nos falten, ja! Lo cierto que es de lo más vistoso, y nadie se priva de fotografiarse junto a los más llamativos.
Ya la lluvia se venía encima, así que corriendo con la valija por la playa, alcancé una lancha a punto de salir. Un muchachito me ayudó a lanzarla arriba de la cubierta, ya que debíamos meter las patas en el agua hasta los muslos, y en juvenil santiamén, salté adentro. El botero prendió el motor e inició la carrera de diez minutos hasta la playa del pueblo siguiente.
Yo sostenía la negrura del cielo con improvisadas peticiones, aunque por la velocidad, las olas me estaban ya salpicando como previa a la lluvia.
Llegamos a la orilla con los impíos primeros gotones gruesos y picantes. Salté del bote como la gacela que alguna vez fui. Me pasaron la valija sobre la cabeza (aquí el agua me llegaba a las pantorrillas y no era cuestión de empapar todo mi equipaje). Con los 12 kilos horizontales a modo de gran flequillo, corrí a través de la arena hasta el techito de una cafetería en primera fila de playa.
Se largó un diluvio de aquéllos!!! netamente tropical, de esos que en dos minutos inundan todas las calles y no quedan ni los gatos. No podía creer en mi suerte! Con medio segundo de ventaja, logré escaparme de la chorreada! Al fin y al cabo, el Milagro del día había llegado!
Ahí bajo el techito, aguardé por más de cuarenta minutos. En un momento, el famoso “cada vez que llovió…” se cumplió. Así que agradecida al dueño del techito, y a rodar mi valijota en búsqueda de hotel. Por suerte, a las dos cuadras encontré uno bien potable. Ergo, duchita caliente, cena algo rico, y fin del día! Gracias angelitos! Una vez más, sana, salva y protegida. Son unos genios!
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otros amiguitos del camino... |
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