martes, 28 de septiembre de 2021

Altea soberana y pacífica....

 Tempranito en el frescor de la carretera cuasi vacía esperé al siguiente ángel, que se presentó de inmediato en una camioneta blanca: –“Soy Pepe, jardinero”. 

En pocos minutos me explicó que desde hace 40 años está en la región realizando trabajos de agricultura orgánica, siguiendo las enseñanzas de Kristnamurti, recuperando las tierras desvastadas por la masificación de los cultivos con pesticidas y el avance inmobiliario. 

Cosa que entendí de inmediato al ver todas las montañas abarrotadas de construcciones hasta las cimas!  Han hecho complejos hoteleros y barrios de casas suntuosa para todos los extranjeros del norte de Europa, que desde hace décadas huyen del frío para instalarse en “el Levante” español, tierra del sol! Incluso hay una comunidad Noruega, con escuelas y clínicas propias, y otra rusa con templos con cúpulas acebolladas en oro y cuanto despilfarro de dinero puedas imaginar. Un montón de suizos, alemanes y franceses han comprado parcelas por doquier, y todo unido por rulos de carreteras como telarañas de asfalto con carteles en todos los idiomas. 

Lo terrible de semejante invasión, es que esas casas permanecen cerradas todo el año, salvo el mes que se toman vacaciones. La gente local pasó de ser pastores o agricultores para convertirse en limpiadores de piscinas, jardineros o cuidadores de departamentos. Por suerte ya estábamos en temporada baja, no me quiero ni imaginar lo que sería ese infierno en Agosto.

Le pregunté a Pepe si conocía el “Jardín de los Sentidos” que había visto en internet algunas semanas atrás. Quise completar la lista de jardines que venía recorriendo, causalmente, desde el inicio del viaje.

Él había oído hablar pero no se acordaba donde era, sólo sabía que era en Altea. Así que decidí quedarme allí, como una premonición, justo estábamos pasando por su centro.

Nos despedimos con la misma alegría del encuentro, y me puse a buscar un alojamiento.







Tenía el sueño de encontrar un lugar pequeño, baratito, frente al mar, para quedarme una decena de días “quieta”! 

Tenía muchas ganas de parar la máquina, escribir todas estas vivencias, acomodar las fotos para el blog, ordenar mi cabeza, decidir mis próximos pasos, y trabajar en el envío de propuestas para mi libro a más editoriales españolas.

Justo era un día feriado debido a las fiestas patronales, por lo que la oficina de Turismo estaba cerrada, pero el boca a boca me fue llevando hasta un hotelcito que reunía todos mis requerimientos. ¡Aleluya! Dejé mis bártulos y salí a reconocer la ciudad-pueblo.
























Primero una larga caminata por la costanera para frustrarme un tanto con la playa que no era de arenas blancas, sino de piedras grises. De esas que no te podés ni sentar ni entrar al agua si no es calzada. No había ni una mísera sombra ni banquito amigable. Inmediatamente pensé que mejor! Yo debía trabajar y no era cuestión de andar haciendo planes para seguir  playeando.

El sol me obligó a buscar refugio entre las callejuelas del centro histórico. Éstas, también de piedritas blancas y negras formando dibujos en el suelo, repteaban colina arriba con la indecisión de un mareado, con escalones desiguales aunque bordeadas de Santas Ritas a explotar en morados y anaranjados, con jazmines embriagadores y lilas de glicinas colgantes de ventanucas de cuentito. Portales antiguos abiertos como si las familias habitantes no tuvieran nada que ocultar, y sí muchas macetas que compartir a sus lados. Mesitas de chapa coloreadas con asientos de hierro haciendo juego, bicicletas con canastos, esfinges de querubines empotradas en los dinteles, vasijas de cerámica como floreros al paso, decoraban las minúsculas callecitas de muros encalados como si hubieran terminado de pintar el pueblo, un ratito antes. Todo impecable!

La iglesia de la Señora del Consuelo, con sus dos cúpulas azules esmaltadas reflejando su belleza, coronan la cima del promontorio. Tienditas de artesanos, pintores, joyeros, ceramistas junto a bares y restaurants pequeños y bonitos, salpican las callecitas adyacentes. Terrazas como miradores te invitan a contemplar los techados de la ciudad como un manto que baja hasta el mar entre olivos, palmeras, cretáceas y muchos aloés gigantes.

El silencio inicial de la mañana tempranera se fue quebrando con la llegada de los turistas, que como a la meca, llegan en bandadas dispuestos al consumismo y a las fotos imperdibles. Hora de retirarse para mí.

Fiel a mi propósito, me vine a mi “oficina de lujo” a contarles todo esto, y aquí estaré hasta que remonten nuevos vientos….


                                                                           Me acompañás???.....

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