jueves, 25 de julio de 2024

Samburu

Con las últimas luces del día llegué al poblado de Archegans. Nuevo panal de samaritanos dispuestos a recibir su paga por “acompañarte” y “lo que necesite”…

Me fui al hotel que aparecía más cercano, grande e iluminado, aunque olía a pocilga desde la entrada. Pretendieron cobrarme 25 u$s la noche. Sin luz (hacía días que no funcionaba en el pueblo), obvio sin internet, sin agua corriente (balde con tachito), sin un mísero ventilador, aunque sí con mosquitero colgado en el centro de la cama.

Huí hacia otra pocilga sin mucho más para elegir: las mismas incomodidades pero a la mitad de precio, que ya es un abuso! Todo por ser blanca! En la planilla de entrada figuraba 4 u$s, aunque me explicaron que era para los locales. Bien dudo que algún local se aloje en un hotel, siendo nómades de chozas… en fin…

Éste sin embargo olía a flores, enseguida descubrí un fondo a modo de patio con una Santa Rita espectacular cubriendo el cielo! Agradecí… sería solo una noche. Pedí una cerveza helada y me dí por festejada en una calma noche de luna llena.

Al ser la única huésped, la moza se acercó a pedirme permiso para sentarse conmigo y nos pusimos a charlar (en perfecto inglés). Era una adorable muchachita de 22 años que se estaba ganando el pan con ese trabajo, con el propósito de cumplir sus sueño de llegar a ser enfermera. Así salió el tema de los derechos de las mujeres y cómo estaba evolucionando esa idea entre las jóvenes de su generación versus las mujeres mayores super aferradas a las tradiciones religiosas. Todo un mundo por descubrir y aceptar las diferencias.

Ya tarde, nos despedimos con un cariño especial recién concebido, a sabiendas de su pronto fin.

Por la mañana temprano ya tenía delante de mi puerta, un séquito de ofertas para llevarme al Parque Nacional, desde motos, toc tocs o “vechios” (autos), apenas distante 3 kms. cosa imposible de hacer a pie con mi valijita rodantera y mochila azul al hombro, con el sol en rápido ascenso.

De hecho se ofrecían a hacerme todo el día el recorrido por adentro.

Medité las ofertas, versus mi intención de conseguir jeep compartido en la entrada. 

Valoré mi tiempo ante la posibilidad de no conseguirlo, ya el día anterior había sido un tanto frustrante.

Entonces comenzó el regateo y las posibilidades. Estaba claro que ni en moto ni en toc toc. Aunque los vechios eran “viejos” en serio, nada que ver con los 4 x 4 que ya enfilaban desde los mega lodges de la periferia.

Me decidí por el blanco Nissan de David, por educado, por su claro inglés y por su precio.

Pagué la entrada al parque con las consiguientes emocionantes fotos: hoy sí entraría a uno! Y me sentí una ricachona con chofer particular, ja!





Comenzamos a andar por los senderos, a veces pedregosos, a veces arenosos, siempre con los pastos más altos que las ventanillas, por lo que poco podías apreciar de la sabana y un tigre podía saltarte sin previo aviso.



Así y todo, yo disfrutaba el aroma de la hierba temprana, los multicolores pájaros que nos sobrevolaban todo el tiempo, la luz atemporal que teñía el cielo…

De repente, una manada de cebras al galope se detuvo bajo un árbol solitario cual refugio. Disparé mis primeras fotos como una niña con juguete nuevo, feliz!


Seguimos por senderos que nos llevaron hasta un río marrón, con cocodrilos en sus orillas barrosas y monos colgando entre las ramas de enormes ficus cuyas raíces bebían en las aguas ocres.




Una madre elefanta enseñaba a su bebote tras sus pasos, a cruzarlo mansamente…



Más pájaros de colas largas y plumajes azules, algunas garzas, muchas ardillas… Por allá una tímida familia de antílopes mirándonos con curiosidad pasar.































David era muy callado, y aceptó apagar la radio apenas se lo pedí. Necesitaba disfrutar de ese silencio infinito de la grandeza del paisaje.

No era tan sencillo localizar animales, ya el calor parecía obligarlos a sus siestas escondidas. Recorríamos como en un laberinto sin fin, los senderos que se abrían y cruzaban por la estepa dorada.

De repente, a no más de diez metros, un colosal elefante bramando y apuntando sus puntiagudos cuernos bajo la enorme trompa, aleteando furioso sus orejas, se nos venía encima a toda carrera.



Se me paró el corazón. David más que diestro, puso la marcha atrás y aceleró por donde habíamos llegado. Cada pata debía pesar lo que un camión cisterna, calculo que tendría más de ocho metros de alto, cada movimiento de sus orejas podría revolearte hasta Marte ida y vuelta. Comprendí de una, lo que es la fuerza de la Naturaleza y a no andarse con imprudencias. Respeto de su territorio ante todo.





De hecho está prohibido bajarse de los vehículos o salirse de los senderos, mucho menos tratar de alimentar a los animales y por supuesto no dejar basura, etc..etc.. pero nadie te advierte de estos “sustitos”.

Seguimos andando con la lección aprendida, David se puso más locuaz y cumplía su misión al volante con el empeño de nuevos descubrimientos, cual niño en la búsqueda del tesoro.














Enseguida divisó una altísima jirafa comiendo la copa de una acacia, cuyas espinas parecían no molestarle en absoluto. Más simpática que su hermano elefante, se dejó fotografiar desde distintos ángulos, hasta que se dio por satisfecha, y nos dio la espalda como despidiéndonos de la escena otorgada.



Felices, seguimos andando, sin hacer caso al calor sofocante, a los grillos que asaltaban el parabrisas, y mucho menos al cansancio de los pozos torturantes en un vehículo no tan apropiado.

De repente nos atascamos en una subida arenosa. La típica de querer dar marcha atrás y ahondar la huella de tal forma que ya no podés salir ni surfeando…





David apeló una y cien veces a las maniobras necesarias pero inútiles, hasta que decidió bajar a tratar de “barrer” con la mano la arena acumulada y acomodar hojas de palmera bajo las gomas a modo de alfombra donde no resbalaran. Por suerte tenía un machete para cortar los gruesos troncos de las serviles mártires hojas con tan noble misión: desenterrarnos.

Instintivamente decidí bajar yo también para ayudarlo, para no tener sobrepeso y por sobre todo, para cuidarle las espaldas oteando el horizonte, no sea que se acercara un león curios y hambriento. Ya era pleno mediodía, el sol impío sobre nuestra cabezas.

Presto en sus saberes mecánicos, David volvió a intentar la maniobra de rescate con el motor a full.

Inútil, no se movió ni medio metro.

Puso entonces el criquet bajo el chasis, cosa más que dificultosa en un terreno absolutamente movedizo, para colocar más troncos y más ramas, volver a vaciar de arena los alrededores, gracias a mi vasito plástico gentilmente donado para la ocasión.

Entre acomodaciones e intentos varios pasó una hora. Él sudaba como esclavo, yo como aterrada a que volviera el elefante u otro compinche. Escuchaba ruidos dudosos, imaginaba serpientes caracol como la del Principito asomarse entre los pastizales…El seguía enroscando y desenroscando la tuerca del criquet, en silencio, tan asustado como yo. No hacíamos comentarios como forma de apoyarnos en la desesperación.

No se oía pasar ningún vehículo en los alrededores, mucho menos un helicóptero salvador como en las películas. El teléfono no tenía señal, igualmente no teníamos ningún número de patrulla alguna.

Volvió a intentarlo. Volví a rezar a todos mis angelitos…

Nada… solo arena volar en círculos infames sin intención de moverse.

Se nos acabó el agua, la sed comenzaba a hacerme doler la cabeza, la presión del vigía. Esto ya no era broma, teníamos la vida en juego…

Le propuse a David que fuera por ayuda. -¿Caminando??? -me respondió con los ojos llenos de pánico. Entendí la respuesta.

Siguió intentando una y cien veces. Ya habían pasado más de tres horas y una veintena de arranques inválidos.

Yo sólo sabía rezar. Preguntarme que debía aprender de esta situación. ¿Qué responsabilidad tenía en haber elegido esta opción por mi misma? ¿Qué clase de muerte absurda sería morirse disecada o comida por una fiera? O picada por un insecto provocador de fiebre letal? O partida por un rayo en la próxima tormenta? O… a esto se le llama “pavura”. Pocas veces en mi vida la he sentido, pero esta vez, me invadía hasta la médula.

Ambos manteníamos la calma, mientras compartíamos la última banana en el improvisado picnic forzoso a secas.

David seguía intentando de una y mil maneras, yo a mi modo, intentando meditar y borrar mis miedos…

El sol en alza, el tiempo corriendo, y las ruedas atascadas en su capricho arenoso.

A lo lejos, un arbolito me prometía su sombra, pero la posibilidad de encuentro con un animal me paralizaba, y además le debía fidelidad de compañía a mi único salvoconducto, mi chofer y trabajador empedernido.

Tras 3.30 horas = 210 interminables minutos, ¡¡¡lo logró!!! Salimos del pozo, más felices de lo que habíamos entrado. Festejamos en seco con una palmada como viejos amigos. Salimos marcha atrás rumbo a un lejano lodge en búsqueda de agua, dispuesta a convidarle mínimo una cerveza de premio.

Al llegar, le negaron la entrada, obvio por la pinta de su coche, y la de su embarrada y transpirada apariencia. Me paré firme ante el portero, anunciando “distinguidamente” que yo podría ser una huésped, que llamara a su supervisor y me autorizara a pasar, sin ni dudarlo.

Mi actitud dio resultado, abrieron el metálico portón, y el oasis apareció ante nosotros.







Un pseudo massai trajeado a su usanza nos acompañó por los jardines hasta la recepción, donde me anunciaron el precio para pernoctar esa noche (1300 la single. Ja!) mientras yo pedía dos vasos de agua helada. El bar estaba cerrado a esa hora, pity…


























Satisfechas las lenguas, nos retiramos como dos duques cómplices.

Volvimos animados a los caminos, evitando ponernos en riesgo nuevamente.

El aire se puso en movimiento gracias a unas nubes grises que vinieron en nuestro rescate.

Como resarcimiento del mal trago, la vida nos regaló la visión de más cebras, más jirafas, más ciervos, más elefantes, más avestruces, y hasta la figurita difícil: una pareja de leones al acecho de su presa, escena que preferí no ver, cuando ya nos retirábamos del parque.


































Finalmente, fue un día glorioso!    


Para seguir sumando a mi suerte, ¡además de seguir viva!, David vivía a 50 kms. al sur desde donde salía un micro nocturno a Nairobi, y se ofreció a llevarme hasta allí.

Llegamos a tiempo para alcanzarlo, compré mi pasaje y me desplomé en el asiento tanto como para organizar mi llegada a la casa de mi anfitriona nairobense, bendito whatapp mediante.

Bendita angelita Winnie que me esperaría en la ruta de acceso a la ciudad combinando con el chofer el punto exacto de mi bajada, cual servicio personalizado puerta a puerta. ¿Otro Milagro? ¿Qué más se le puede pedir a la Vida?

Más que feliz, me quedé felinamente dormida. Aquna matata!...

 

 

 

  

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