Con las últimas luces del día llegué al poblado de Archegans. Nuevo panal de samaritanos dispuestos a recibir su paga por “acompañarte” y “lo que necesite”…
Me fui al
hotel que aparecía más cercano, grande e iluminado, aunque olía a pocilga desde
la entrada. Pretendieron cobrarme 25 u$s la noche. Sin luz (hacía días que no
funcionaba en el pueblo), obvio sin internet, sin agua corriente (balde con
tachito), sin un mísero ventilador, aunque sí con mosquitero colgado en el
centro de la cama.
Huí hacia
otra pocilga sin mucho más para elegir: las mismas incomodidades pero a la
mitad de precio, que ya es un abuso! Todo por ser blanca! En la planilla de
entrada figuraba 4 u$s, aunque me explicaron que era para los locales. Bien
dudo que algún local se aloje en un hotel, siendo nómades de chozas… en fin…
Éste sin
embargo olía a flores, enseguida descubrí un fondo a modo de patio con una
Santa Rita espectacular cubriendo el cielo! Agradecí… sería solo una noche.
Pedí una cerveza helada y me dí por festejada en una calma noche de luna llena.
Al ser la
única huésped, la moza se acercó a pedirme permiso para sentarse conmigo y nos
pusimos a charlar (en perfecto inglés). Era una adorable muchachita de 22 años
que se estaba ganando el pan con ese trabajo, con el propósito de cumplir sus
sueño de llegar a ser enfermera. Así salió el tema de los derechos de las
mujeres y cómo estaba evolucionando esa idea entre las jóvenes de su generación
versus las mujeres mayores super aferradas a las tradiciones religiosas. Todo
un mundo por descubrir y aceptar las diferencias.
Ya tarde,
nos despedimos con un cariño especial recién concebido, a sabiendas de su
pronto fin.
Por la
mañana temprano ya tenía delante de mi puerta, un séquito de ofertas para llevarme
al Parque Nacional, desde motos, toc tocs o “vechios” (autos), apenas distante 3 kms.
cosa imposible de hacer a pie con mi valijita rodantera y mochila azul al
hombro, con el sol en rápido ascenso.
De hecho se
ofrecían a hacerme todo el día el recorrido por adentro.
Medité las ofertas, versus mi intención de conseguir jeep compartido en la entrada.
Valoré mi
tiempo ante la posibilidad de no conseguirlo, ya el día anterior había sido un
tanto frustrante.
Entonces
comenzó el regateo y las posibilidades. Estaba claro que ni en moto ni en toc
toc. Aunque los vechios eran “viejos” en serio, nada que ver con los 4 x 4 que
ya enfilaban desde los mega lodges de la periferia.
Me decidí
por el blanco Nissan de David, por educado, por su claro inglés y por su
precio.
Pagué la
entrada al parque con las consiguientes emocionantes fotos: hoy sí entraría a
uno! Y me sentí una ricachona con chofer particular, ja!
Comenzamos a
andar por los senderos, a veces pedregosos, a veces arenosos, siempre con los
pastos más altos que las ventanillas, por lo que poco podías apreciar de la
sabana y un tigre podía saltarte sin previo aviso.
Así y todo,
yo disfrutaba el aroma de la hierba temprana, los multicolores pájaros que nos sobrevolaban
todo el tiempo, la luz atemporal que teñía el cielo…
De repente,
una manada de cebras al galope se detuvo bajo un árbol solitario cual refugio.
Disparé mis primeras fotos como una niña con juguete nuevo, feliz!
Seguimos por senderos que nos llevaron hasta un río marrón, con cocodrilos en sus orillas barrosas y monos colgando entre las ramas de enormes ficus cuyas raíces bebían en las aguas ocres.
Más pájaros
de colas largas y plumajes azules, algunas garzas, muchas ardillas… Por allá
una tímida familia de antílopes mirándonos con curiosidad pasar.
David era
muy callado, y aceptó apagar la radio apenas se lo pedí. Necesitaba disfrutar
de ese silencio infinito de la grandeza del paisaje.
No era tan
sencillo localizar animales, ya el calor parecía obligarlos a sus siestas
escondidas. Recorríamos como en un laberinto sin fin, los senderos que se
abrían y cruzaban por la estepa dorada.
De repente,
a no más de diez metros, un colosal elefante bramando y apuntando sus
puntiagudos cuernos bajo la enorme trompa, aleteando furioso sus orejas, se nos
venía encima a toda carrera.
Se me paró
el corazón. David más que diestro, puso la marcha atrás y aceleró por donde
habíamos llegado. Cada pata debía pesar lo que un camión cisterna, calculo que
tendría más de ocho metros de alto, cada movimiento de sus orejas podría
revolearte hasta Marte ida y vuelta. Comprendí de una, lo que es la fuerza de
la Naturaleza y a no andarse con imprudencias. Respeto de su territorio ante
todo.
De hecho
está prohibido bajarse de los vehículos o salirse de los senderos, mucho menos
tratar de alimentar a los animales y por supuesto no dejar basura, etc..etc..
pero nadie te advierte de estos “sustitos”.
Seguimos andando
con la lección aprendida, David se puso más locuaz y cumplía su misión al
volante con el empeño de nuevos descubrimientos, cual niño en la búsqueda del
tesoro.
Enseguida
divisó una altísima jirafa comiendo la copa de una acacia, cuyas espinas
parecían no molestarle en absoluto. Más simpática que su hermano elefante, se
dejó fotografiar desde distintos ángulos, hasta que se dio por satisfecha, y
nos dio la espalda como despidiéndonos de la escena otorgada.
Felices,
seguimos andando, sin hacer caso al calor sofocante, a los grillos que
asaltaban el parabrisas, y mucho menos al cansancio de los pozos torturantes en
un vehículo no tan apropiado.
De repente
nos atascamos en una subida arenosa. La típica de querer dar marcha atrás y
ahondar la huella de tal forma que ya no podés salir ni surfeando…
David apeló
una y cien veces a las maniobras necesarias pero inútiles, hasta que decidió
bajar a tratar de “barrer” con la mano la arena acumulada y acomodar hojas de
palmera bajo las gomas a modo de alfombra donde no resbalaran. Por suerte tenía
un machete para cortar los gruesos troncos de las serviles mártires hojas con
tan noble misión: desenterrarnos.
Instintivamente
decidí bajar yo también para ayudarlo, para no tener sobrepeso y por sobre
todo, para cuidarle las espaldas oteando el horizonte, no sea que se acercara
un león curios y hambriento. Ya era pleno mediodía, el sol impío sobre nuestra
cabezas.
Presto en
sus saberes mecánicos, David volvió a intentar la maniobra de rescate con el
motor a full.
Inútil, no
se movió ni medio metro.
Puso
entonces el criquet bajo el chasis, cosa más que dificultosa en un terreno
absolutamente movedizo, para colocar más troncos y más ramas, volver a vaciar
de arena los alrededores, gracias a mi vasito plástico gentilmente donado para
la ocasión.
Entre
acomodaciones e intentos varios pasó una hora. Él sudaba como esclavo, yo como
aterrada a que volviera el elefante u otro compinche. Escuchaba ruidos dudosos,
imaginaba serpientes caracol como la del Principito asomarse entre los
pastizales…El seguía enroscando y desenroscando la tuerca del criquet, en
silencio, tan asustado como yo. No hacíamos comentarios como forma de apoyarnos
en la desesperación.
No se oía
pasar ningún vehículo en los alrededores, mucho menos un helicóptero salvador
como en las películas. El teléfono no tenía señal, igualmente no teníamos
ningún número de patrulla alguna.
Volvió a
intentarlo. Volví a rezar a todos mis angelitos…
Nada… solo
arena volar en círculos infames sin intención de moverse.
Se nos acabó
el agua, la sed comenzaba a hacerme doler la cabeza, la presión del vigía. Esto
ya no era broma, teníamos la vida en juego…
Le propuse a
David que fuera por ayuda. -¿Caminando??? -me respondió con los ojos llenos de
pánico. Entendí la respuesta.
Siguió
intentando una y cien veces. Ya habían pasado más de tres horas y una veintena
de arranques inválidos.
Yo sólo
sabía rezar. Preguntarme que debía aprender de esta situación. ¿Qué
responsabilidad tenía en haber elegido esta opción por mi misma? ¿Qué clase de
muerte absurda sería morirse disecada o comida por una fiera? O picada por un
insecto provocador de fiebre letal? O partida por un rayo en la próxima
tormenta? O… a esto se le llama “pavura”. Pocas veces en mi vida la he sentido,
pero esta vez, me invadía hasta la médula.
Ambos
manteníamos la calma, mientras compartíamos la última banana en el improvisado
picnic forzoso a secas.
David seguía
intentando de una y mil maneras, yo a mi modo, intentando meditar y borrar mis
miedos…
El sol en
alza, el tiempo corriendo, y las ruedas atascadas en su capricho arenoso.
A lo lejos,
un arbolito me prometía su sombra, pero la posibilidad de encuentro con un
animal me paralizaba, y además le debía fidelidad de compañía a mi único
salvoconducto, mi chofer y trabajador empedernido.
Tras 3.30
horas = 210 interminables minutos, ¡¡¡lo logró!!! Salimos del pozo, más felices de
lo que habíamos entrado. Festejamos en seco con una palmada como viejos amigos.
Salimos marcha atrás rumbo a un lejano lodge en búsqueda de agua, dispuesta a
convidarle mínimo una cerveza de premio.
Al llegar,
le negaron la entrada, obvio por la pinta de su coche, y la de su embarrada y
transpirada apariencia. Me paré firme ante el portero, anunciando
“distinguidamente” que yo podría ser una huésped, que llamara a su supervisor y
me autorizara a pasar, sin ni dudarlo.
Mi actitud
dio resultado, abrieron el metálico portón, y el oasis apareció ante nosotros.
Un pseudo massai
trajeado a su usanza nos acompañó por los jardines hasta la recepción, donde me
anunciaron el precio para pernoctar esa noche (1300 la single. Ja!) mientras yo
pedía dos vasos de agua helada. El bar estaba cerrado a esa hora, pity…
Satisfechas las lenguas, nos retiramos como dos duques cómplices.
Volvimos
animados a los caminos, evitando ponernos en riesgo nuevamente.
El aire se
puso en movimiento gracias a unas nubes grises que vinieron en nuestro rescate.
Como
resarcimiento del mal trago, la vida nos regaló la visión de más cebras, más
jirafas, más ciervos, más elefantes, más avestruces, y hasta la figurita
difícil: una pareja de leones al acecho de su presa, escena que preferí no ver,
cuando ya nos retirábamos del parque.
Finalmente, fue un día glorioso!
Para seguir
sumando a mi suerte, ¡además de seguir viva!, David vivía a 50 kms. al sur
desde donde salía un micro nocturno a Nairobi, y se ofreció a llevarme hasta
allí.
Llegamos a
tiempo para alcanzarlo, compré mi pasaje y me desplomé en el asiento tanto como
para organizar mi llegada a la casa de mi anfitriona nairobense, bendito whatapp
mediante.
Bendita
angelita Winnie que me esperaría en la ruta de acceso a la ciudad combinando
con el chofer el punto exacto de mi bajada, cual servicio personalizado puerta
a puerta. ¿Otro Milagro? ¿Qué más se le puede pedir a la Vida?
Más que
feliz, me quedé felinamente dormida. Aquna matata!...
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