Después de semejante “pumba”, decidí quedarme en Pemba un par de días. No me corre nadie y no tengo ningún itinerario fijo, sólo la brújula hacia el Sur…
Estaba en un hotelcito bastante lindo, tan tranquilo como vacío
de pasajeros, aunque sí la pileta llena, por lo que la aprovechaba dándome unos
masajes acuosos frente a los surtidores de espuma.
Muchas horas de sillón en el balcón, leyendo, meditando, respirando, esperando… que los calmantes hicieran su parte, ya que el dolor me hacía casi imposible caminar, peinarme, vestirme o desvestirme: mover los brazos implica abrir las costillas y ver las estrellas.
Sabía que no estaba quebrada, sino sería mucho peor. Sólo
era cuestión de darle tiempo al proceso…
Al 2° día intenté paseíto por la playa, ya que la tenía
enfrente. Desde el balcón y a través de las palmeras de la costanera, me
llamaba idílicamente. Pero cuando logré llegar a su orilla, la decepción fue
enorme: latas, botellas, vidrios rotos, restos de redes de pesca, bolsas de
plásticos, tetrabricks de jugos, cáscaras de toda fruta, tapitas, y otros
deshechos se mecían impunemente entre la arena tosca y las olas suaves que
intentaban devolverlos a quienes les correspondiera, anónimos humanos ignorantes.
Al volver, a ritmo de viejita noventosa, se había cortado la
luz en la zona, ergo: no internet, algo tan vital a esta altura, como el aire
mismo.
A la mañana siguiente, no había agua en los baños, y tampoco
hubo desayuno (que se suponía incluido y pagado) ya que había faltado el
cocinero.
La piscina estaba sucia porque había llovido en la noche y
no se veía a nadie dispuesto a limpiarla.
No estaría allí para seguir sufriendo “desperfectos”, ya
bastante con mis huesitos doloridos. Con los últimos datos del teléfono, busqué
información para salir de allí. Y cuando digo “allí” me refiero al hotel y a
Mozambique completo, lástima que me separaban 3.600 kms. de la frontera con
Sudáfrica. No había ninguna ciudad intermedia que ameritara mi visita, ni
siquiera su capital Maputo (y menos con ese nombre!) me seducía.
Intenté infructuosamente buscar un vuelo a Madagascar, ya
que esa exótica isla que se ubica justo frente a mis narices está en mi lista
de deseos desde hace rato. Aunque tampoco y mucho menos había barcos
disponibles, ni un carguero siquiera!
Así que la única posibilidad de seguir andando fue comprar
el pasaje de 96 horas!!! Sí leyeron bien!: 3 días consecutivos sentadita quietita,
que era lo que necesitaba, y así solo me permitiría mover los ojos para
apreciar lo que sea por la ventanilla.
¿Qué porqué no un avión? 1° porque desde arriba no ves nada,
no ves sus cultivos, su gente, sus animales, sus mercados, no te relacionas con
nadie. Los pasajeros de los aviones, excesivamente esterilizados y pulcros,
apenas si te saludan y se enchufan en sus móviles a seguir con la película de
turno. Reconozco que yo quiero vivirlo desde el otro extremo, en contacto
genuino con los locales, aunque implique mucho tiempo, mucha tierra, muchos
machucones en el traste, peo será la única vez que pase por esos lugares, y no
me los quiero perder.
El sistema que usan estos micros es de 15 horas andando,
parando en “todas!” (donde suben y bajan vendedores ambulantes de todo tipo: te
ofrecen comprar desde tomates a cables para audífonos o recargas, gaseosas u
ojotas, remedios de venta libre o sopas instantáneas, pelucas o CDs., carteras
o peines, etc. etc.etc…). (Nota extra: el tema del cabello y los peinados de las
mujeres amerita un capítulo entero que llegará a la brevedad.)
Ya oscurecida la nochecita, se detienen en el pueblucho de
turno y tu puedes elegir si dormir encima del micro, o en el piso de la estación
que nunca es más que un rancho, o si te buscas un… digamos…algo parecido a un
alojamiento, ya que la palabra hotel no le cabría a ninguna choza. En fin…es
duro, ni hablar de baños, apenas letrinas y una ducha sería una gloria
imposible de encontrar, conformate con el baldecito recargable en el fuentón.
A pesar de esta descripción tenebrosa, yo la pasé bastante
bien gracias a la música gospell de los parlantes, mirando el cuchicheo de la
gente en sus insólitas actividades, al verde infinito de los paisajes, al largo
tiempo para mis reflexiones personales, y a quedarme quieta!
Así pasaron dos días y antes del tercero dí vuelta el timón:
descubrí que había un micro nocturno que me llevaría a la frontera con
Zimbabwe, tierra de las famosas Victoria´ s falls, bastante más al oeste de mi
ruta original. Ya que estaba por ahicito nomas… ¿Qué son 800 kms. mas o menos?,
no me las iba a perder!
Esa noche confieso que la sufrí . Mis huesillos no aguantaban
un pozo más! La música ininterrumpida rompía la calma de la noche, las luces
interiores prendidas sin razón, el viaje se me hizo llanto. Logré descargar en
la penumbra todo el nudo emocional que tenía cargado desde hacía una semana, el
shock de darme cuenta que seguía con vida, ese otro dolor del alma que no había
sabido llorarlo a tiempo.
Con el amanecer dorado llegamos a Victoria Falls, ciudad que
lleva el mismo nombre que las cataratas que le dan su razón de ser. Fue bajar
del micro y un angelito de turno, alzó mi mochila y me acompañó, cual oruga enrollada,
a la farmacia que abría en ese momento. Me surtí de más calmantes y me llevó en
su taxi, directo al hotel que ya tenía bookeado. Apenas entré en sus jardines
con fuentes y tallas de animalitos entre los árboles, casitas para pájaros
entre las ramas, una piscina redonda y turquesa como un diamante, un quincho
con cocina equipada y limpísima, salón de lectura y juegos, un rinconcito para
el spa y los masajes que supe inmediatamente que me regalaría, una habitación
preciosa con mosquitero de tul sobre la cama cual princesa, flores por todos
lados, gente super amable en la recepción, y por sobre todo…silencio!
Fue como entrar al paraíso…
Dejé mis cosas, me dí la mejor ducha de mi vida -pidiéndole
permiso a mis brazos entumecidos y a mis costillas a punto de fisura- me puse
la malla, tomé un libro, y me atornillé a una reposera al borde de la piscina,
jugo de mango mediante.
Los calmantes empezaron a hacer efecto, casi que ya me olvidaba del dolor, disfruté 5 días de quietud y reposo. Solo interrumpí mi estancia allí una tarde para ir a ver de que se trataba el famoso salto de agua, bastante más alto que el inoportuno mío. Son 100 metros en caída libre, orando la piedra del muro que las contiene a lo largo de un kilómetro y medio. Lástima que por la sequía producto del calentamiento global, ya no son lo que uno ve en los folletos turísticos o en los videos de you-tube. Igualmente bellas, imponentes, rociándote con la bruma que levanta el velo de novia con su fuerza conmovedora. Cientos de arco-iris se forman entre las piedras para delicia de los que las recorremos admirados. El rugir del agua a borbotones llena el aire y asciende hasta los cielos prístinos. La tierra húmeda regala su aroma a maravillas entre pimpollos blancos que se abren a la vida.
De vuelta al hotel me topé con unos elefantes en plena
calle! Una familia de arrugados paquidermos cruzaba impunemente cual panchos
por su casa, ja! Y con toda justicia que así lo es. Somos los humanos los
intrusos en estas regiones.
Lo cierto es que a partir de que oscurece, no es recomendable salir de las casas, ya que hay animales sueltos por todos lados, pueden ser pumas, leones, monos, ciervos… Yo solo me encontré lagartijas.
Apenas había llegado a la ciudad, me había llamado la
atención que no ves ninguna casa ni edificio, todo está tras largos, altos y
macizos muros, con portones metálicos corredizos y alambres de púas enrrollados
en la cima. Pensé que habría mucho miedo a la delincuencia, hasta que me
explicaron lo de los animales en la noche. ¿Te imaginás levantarte y encontrar
todo el jardín pisoteado por jabalíes o a un hipopótamo instalado en tu
piscina? Ja! Lo cieto es que hay que tener bien guardada la comida, no dejar
nada afuera ni por un ratito, porque los monos andan por doquier a la espera de
una buena caza a un desprevenido.
Lo cierto es que después de 5 días de armoniosa convivencia con la naturaleza y con los calmantes, decidí levantar campamento rumbo a Johanesburgo, ciudad sudafricana de donde salen los vuelos a Madagascar, previo paso por Zambia, desde donde se pueden contemplar las cataratas desde otro punto de vista.
Esta vez sí, ya escarmentada de punzadas por los golpes del
camino, me premié con un avión desde el aeropuerto de Livingstone, ciudad tipo copy-paste
inglesa, ya que fueron su colonia hasta 1970! Parece mentira que haya
repúblicas tan nuevecitas, independientes y con sus propias historias.
Desde las alturas, la magnitud de Johanesburgo te
impresiona. Es como llegar a Buenos Aires, Madrid o cualquier megalópolis de
occidente. Desde el piso, ya me apabulló.
El aeropuerto está super distante del centro, por carreteras
de 4 carriles y tránsito a la velocidad del infierno. El taxista pretendió
cobrar casi tanto como el billete del aéreo. Las calles iluminadas como si todo
fuera un gran casino. Las recomendaciones y los miedos a los chorros, te asustan
por todos lados. Ver torres espejadas y arquitectura ultra moderna entre mega
carteleras publicitarias, es como haber hecho zapping de una película de
Discovery channel a una de terror. En fin, ciudades!
Ya sé que no es esto lo que me gusta, pero a veces hay que
atravesarlas, y en el mientras tanto, ver que se descubre de bueno.
Así que mañana será otro día y veremos, veremos…
Por de pronto, ya sumé un sellito nuevo a mi pasaporte, ja!
P.D.: Tampoco me gusta tomar calmantes, pero a veces, son un
mal necesario. Por de pronto, estoy aprendiendo a agradecerles que me ayudan a
moveme, porque a pesar que la hormiguita viajera parece imparable, debo
confesar que aún me duele mucho el cuerpito.
Ya pasará…
Buenas noches. Chuic!
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