Un rato antes de la puesta del sol, ya estaba llegando a esta otra gran ciudad. El problema de andar a pie, sin vehículo propio, es que no podés elegir demasiado los traslados. No es fácil parar en pequeños pueblos, o depender de taxis para todo, cuidando las distancias prudentemente.
Lo cierto es que mi hotelito seleccionado para esa noche
sería una casona victoriana del siglo pasado, absolutamente restaurada, en
medio de unos parques con frondosos árboles antiguos, todo en una colina con
vista al mar. Sonaba precioso, y las fotos lo aseguraban.
Tomé un Uber desde la terminal. Al llegar, la reja cerrada y el viento aumentando el frío impensado. La luz en franca retirada, el cansancio en ascenso.
Al rato se asoma una cuasi niña, no más de 17,
desconcertada, diciéndome que ése no era más un hotel, sino que ahora era una
pensión de estudiantes y que no estaba autorizada a abrirme y dejarme entrar.
Se me cayó todo el agobio encima solo de pensar en tener que
buscar otro lugar y movilizarme otra vez, en otro taxi, hacia nowhere…
Le expliqué que había bookeado mi habitación esa tarde por
internet, cosa que pareció no importarle y prefirió ir a jaranear con sus
compañeras de cuarto. Las escuchaba en la ventana del primer piso. Quedé
desconcertada y congelada en la vereda. Esperaba que bajara a seguir la
“conversación” o que apareciera el encargado, el dueño, el jefe, o alguien con
un poquito más de autoridad.
En eso llegó una moto con el reparto de pizza a domicilio
(This is Africa también!) (O mejor dicho, Sudáfrica) (las cabras de otras
latitudes no realizan este servicio, ni los burros ni los camellos..). Lo
cierto que el muchachito se presenta por el portero eléctrico (this is also
Sudáfrica) y las chicas le abren sin problema. Él entra con las cajas y yo con
mis bártulos. Me siento en el gran living a esperar… no sé muy bien qué, pero
dispuesta a no moverme más! Ja!
Baja una joven a pagarle y al verme tan instalada se
sorprende y me pide que me vaya. Le contesto que llame a su director porque yo
tengo reservada una habitación allí.
Asustada llamó al de vigilancia que merodeaba por los
jardines. Pacífico y sonriente se acercó a ver cuan peligrosa yo parecía. Le
expliqué otra vez el asunto y procedió a llamar al dueño por teléfono.
A los pocos minutos, un buenmozo cuarentón y su ayudante
entraron por la puerta grande dispuestos a lidiar con una linyera. Yo calma y
segura les mostré la web del lugar, la reserva en booking y el mapa en papel
con su propaganda impresa. Ellos tan sorprendidos como yo, se disculparon, que
debía ser un error de quien diseña las páginas, o del sistema… bendito sistema!
Enseguida comenzó a recomendarme otros sitios para llamar y
se ofreció para llevarme al que yo eligiera. Le redoblé la apuesta en virtud de
mi agotamiento y ante la imposibilidad de hacer llamados desde mi celular y que
ya era noche cerrada en fin de semana festivo, o sea, todo full complete!
Empezó a hacer llamados a sus colegas y conocidos de la zona
y siempre la misma esperada respuesta: “No hay lugar”. Yo sonreía para mis
adentros al haberme puesto firme de no ser yo quien encarara la búsqueda, y
menos a pie!
Finalmente dio con un lugar en pleno centro, aunque al doble
de precio que allí. Sin decir ni una palabra, se ofreció a llevarme en su auto
y pagar la diferencia. Trato hecho!
En quince minutos estaba ya en mi nueva camita!
Las ventajas de ser (o parecer una vieja! Ja!). Saber poner
los límites, exigir mis derechos, y confiar! Por supuesto, también Agradecer!
Mañana será otro día…
Tempranera como últimamente, tras el desayuno, le pregunto
al nuevo dueño por lugares para visitar. Casi se infarta cuando le digo que
quiero caminar… Casi me lo prohíbe!
Aunque viendo que no era su hija y tengo un gran caudal de determinación, no le
quedó otra que dejarme salir. No ahorró recomendaciones e inyectarme temores
infundados.
Para variar, ni un alma viva en la calle.
Llamó mi atención la cantidad de cúpulas, torres y
campanarios de las muchas iglesias en los alrededores, católicas, anglicanas,
protestantes o del creo que sean. Todas clausuradas, encerradas en rejas
oxidadas, grafitados sus muros ladrilleros con obscenos dibujos y expresiones,
con gatos hurgando entre la basura desperdigada en sus portales, otrora escalinata
de bendiciones y pase asegurado al cielo de los blancos.
Esplendorosas villas victorianas venidas a menos, cuasi abandonadas o cerradas con cadenas impenetrables. Todo era decadencia y desolación. Unas pocas casas, alineadas al mejor estilo barrio londinense, sobrevivían con hidalgía.
El gran hotel que otrora albergara a príncipes, presidentes
y clérigos, ahora lucía vacío con un deslucido y agotado cartel de venta
imposible.
Muros, vallados y protecciones de chapa impedían la entrada
o la vista a mansiones olvidadas del tiempo.
La plaza central, con unos bonitos árboles con extrañas flores anaranjadas que aún proclamaban una primavera vigorosa, rodeaban un espacio yermo, con una escultura de chapa de Mandela, un piso con un retablo de mosaiquismo en pleno deterioro y un mástil sin bandera. (Aunque los folletos turísticos anunciaban la más grande del país).
En una esquina, una pequeñita, aunque abierta oficina de
turismo, con humanos dentro!
Me abrieron el cerrojo con llaves cuando me vieron parada delante
de la puerta, sin pinta de ladrona ni pordiosera, y tras las preguntas de
rigor, me llenaron de folletos y me invitaron a subir al faro. A falta de otros
entretenimientos, y para desafiar el estado de mis piernitas, accedí gustosa
ante la promesa de una vista aérea del puerto y los alrededores. Setenta metros
de escalones en curva en un alarde de ingeniería meritoria colmaron mi
curiosidad.
Más allá la otrora gran biblioteca y el edificio del
Municipio, todo en un barroco suntuoso ahora apagado por los nuevos tiempos
post apartheid.
Seguí caminando un poco más por la zona y a medida que avanzaba, aumentaban los mendigos, los que dormían en la calle entre bolsas de dudoso contenido nauseabundo, los grupos de jóvenes de actividad ociosa, las prostitutas dispuestas a esa hora de la mañana, persianas rotas, rejas plegadizas violadas, rotua y mugre por todos lados. Decidí que era el fin del paseo matutino y me volví por el otrora gran boulevard donde los añosos árboles gigantes por el paso del tiempo, me consolaron de tanto malestar.
De repente un gran y prolijo jardín rodeando una esplendorosa mansión convocó mi mirada. Era la sede del Colegio de abogados! Lindante a un brillante campo de golf. Su magnífico portón dorado, con garita de vigilancia, auguraban larga vida al rey… o a la reina!
No creo que muchos negros sean socios de este club, sólo es mi indiscreto pensamiento, no la única verdad, pero me suena que algunos rubios aún no se resignan a bajar el copete…
Es más! He visto más de una bandera U.K. flameando en alguna
casona alejada.
Pasé por un teatrito en ruinas y para hacer bingo, el museo
de arte también estaba cerrado.
Siendo las once, dí por cumplida la visita turística y emprendí la búsqueda de los micritos que hacen traslados cortos, apuntando a Jeffrey Bay, una playa recomendada a 8o kms.
Ya más que familiarizada con la gente de color y sus costumbres, que realmente me simpatizan tanto, encontré enseguida, bajo un puente, la parada indicada. Tuve que esperar la hora de rigor a que se completara el cupo de pasajeros, pero antes de media tarde ya estaba gozando de las ventajas del aire marítimo y el sol.
Fin de la oligarquía! Chan chan!
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