martes, 22 de octubre de 2024

Botswana

Emprendiendo el rumbo Este antes del final y antes de mi próximo destino en otro continente, decidí atravesar Botswana por tierra, saliendo de Windhoek, Namibia, hacia Prettoria en Sudáfrica. 


Me sobraban 2 o 3 días, tiempo suficiente para lograrlo, aunque sin saber si encontraría transporte público o qué, aunque sea un burrito para llegar. No era cuestión de hacerla fácil en un vuelo de 2 horas y perderme el famoso paisaje del desierto de Kalahari en flor.



Así que me despedí de mis compañeritas de costura en Penduka y apunté en la dirección requerida.

Primer contratiempo: en Windhoek No hay estación de buses! Cosa inconcebible en una capital de país, pero… recuerda!: esto es África!

Y tuve que recordármelo para rememorar todas mis andanzas los meses pasados, ya que en Sudáfrica crees estar en el primer mundo y se te olvidan esta clase de cosas.

En Namibia solo hay dos compañías de buses. Una que va de la capital hacia el Sur, y la otra hacia el Norte. Ninguna al oeste -como ya lo experimenté cuando quise ir al desierto  y a la costa- y ahora me enteraba que tampoco había nada hacia el este.

Nada menos los famosos “taxis colectivos”!  Sí! Esos que te dicen que no tomes, que te van a acuchillar, etc, etc, etc…  Ésos mismos que tantas veces me salvaron, que llegan como hormiguitas por todos lados, y en los que trabo sonrisas y conversaciones con mis eventuales compañeros de ruta.

En una estación de servicio, donde acostumbran a parar esperando la clientela, justo salía uno con “justo un lugar vacío!” hacia la frontera este. Listo! Para mí! Y me subí con la certeza de que llegaría a mi destino antes del anochecer.

Lo que no sabía era que debería repetir la hazaña 3 veces, ya que cada uno llegaba hasta un mini pueblecito y ahí debías cambiar hacia el siguiente. Con los angelitos a favor, llegué a estampar mi pasaporte de salida y de entrada a Botswana, mucho antes de lo previsto.

Aunque allí, en la línea divisoria, no había más taxis ni micritos, ni nada! Solo un sol abrasador y ni un arbolito para contar.

En eso llego un viejito caminando, vaya a saber de que cuento se habría salido, con su paraguas abierto, su maleta modelo antediluviano, una bolsa al hombro con una silla plegable, y su bastón. Nos saludamos y le pregunté para donde iba, porque parecía no tener intención de detenerse.

-A Garborone -me dice lo más pancho.

Salté de emoción ya que yo también tenía ese destino en la siguiente frontera, distante 900 kms. en el límite con Sudáfrica.

-¿Y piensa llegar caminando?-le pregunto entre jocosa y necesitada de una explicación certera.

Así es que me cuenta que a 10 kms. hay un pueblito de donde sale una “combi” nocturna en dos horas, y que para la madrugada siguiente estaría en la deseada frontera fin de Botswana.

Hago mi cuenta mental de llegar a pie los 10 kms.en dos horas, aunque el calorón y mis bártulos, me descalifican totalmente la posibilidad.

En eso pasa una camioneta en dirección a nuestro pueblecito salvador. Le hago dedo con la maestría de los años ejercido y nos para al toque. El viejito saltó en la caja posterior cual gacela en celo, y yo como una dama, me subí al asiento trasero en la cabina.

El trayecto fue corto pero suficiente para agradecer la amabilidad del conductor y su esposa, intercambiar teléfonos para una futura bienvenida en mi Patagonia querida, y dejarnos justo frente a la “combi” prometida.

El viejito ya tenía su ticket “bookeado” con anterioridad. Y yo?  Como siempre! Con un ángel haciéndome el aguante, conseguí un asiento entre los últimos tres libres que quedaban.

Buscamos una sombra, tomamos un jugo, compré víveres para el viaje y esperamos la hora de partida al refugio de una paupérrima sombra.

A las 18, con el pasaje completo más duplicado por los que viajan parados! arrancamos. En realidad es una forma de decir, porque cada 10 minutos paraba para subir y bajar cosas y/o personas. Así infinitamente toda la noche hasta llegar a Garborone con la salida del sol.

Ahh! Me olvidaba de contarles que el mentado desierto me resultó más insípido que chupar un bolígrafo. Pobre Botswana, no tuvo suerte para sorprenderme con nada interesante. Fueron kilómetros de espinillos decadentes en una tierra reseca y árida por igual. Cada tanto… muuuyyy cada tanto, algún espinilo lucía un resplandor rosado de pequeñas florecillas a punto de deshidratación. Las pobrecitas estarían haciendo un esfuerzo sobrehumano para sobrevivir y yo no las podía apreciar. En parte porque desde el vehículo hasta la línea de vegetación habría unos 8 metros, distancia exponencial para mi chicatez, menos para ver en detalle semejante esfuerzo floral.



Igualmente, cada otro más que tanto, también emergían del suelo, entre las piedras grises, unos tallitos erectos con una raquítica flor blanca en decadencia. Otras sacrificadas haciendo su mejor parte, aunque yo las desmereciera. Quizás ya habría terminado su temporada, o más bien quizás, y lo más seguro, es que sin lluvias, la floración no progresara.

En fin, es lo que había, y no mucho más: alambrados, algunos cactus, algún orix -como llaman por acá a los antílopes- cruzando el pavimento sin permiso y pare de contar.

Lo cierto es que en algún punto perdí de vista a mi viejito conductor, pero otra señora se ofreció a acompañarme en la “sala de espera “ en la calle donde ya estaban armando los puestos del mercado. Ergo, mugre, ruidos, olores, más de lo mismo! Aunque en mi cabeza ya había un “Chau África” gigante, suficiente para aguantar los últimos días y saber que esto se estaba acabando, que el primer mundo me estaría fielmente esperando.

En un momento divisé una marquesina de un hotel y supuse que podría ir a tomar un café, cambiar mi dinero de Namibia y averiguar por el siguiente transporte.

Nada de eso! Pero sí me aceptaron gentilmente a cuidarme el equipaje mientras yo volvía a la calle a hacer mis averiguaciones.

En breve dí con la transfer que cruza la frontera a Sudáfrica y me dejaría en Prettoria. Perfecto! Es lo que quería! A sólo 1 hora del aeropuerto de Johanesburgo.

Nueva compra de víveres: pan, tomate y huevo duro (el menú vegetariano en puestos callejeros es muy limitado, ja! aunque suficiente!

Nuevos sellos en mi pasaporte bajo otro sol desmesurado de agobios, y… tras 7 horas estábamos ya a las puertas de Prettoria, cuando se pinchó una goma!

Habiendo varios varones entre los pasajeros, no hubiera sido un problema. Pero el problema fue que no había goma de repuesto!

El chofer intentaba llamar a algún amigo para que le trajera el preciado bien vaya a saber de dónde, mientras la mayoría de los pasajeros se fueron bajando y buscando sus propias soluciones para concluir el viaje y llegar a destino.

Uno de ellos se ofreció a alcanzarme hasta mi hostel seleccionado en el auto de “un hermano” que lo pasó a buscar.

Yo chocha! No veía la hora de llegar! Además que ya oscurecido el día no era momento para andar por calles desconocidas.

Aunque el “brother” resultó un desconocido que pretendió cobrarme como un remise de lujo, por “el favor” que él solito se había ofrecido. Discusión mediante, le entregué el dinero namibiano que no había podido cambiar en la frontera y resultó al cambio, más de lo que había pagado en dos días de transportes varios durante 1.400 kilómetros. En fin... así y todo, llegué, me duché, creo que cené mi huevo duro y caí rendida, aunque feliz! Ya estaba a solo una hora del aeropuerto y con dos días “free” por delante. Una vez más, lo había logrado contra todo augurio negativo.

Gracias angelitos de mis rutas y de mi corazón!

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