Emprendiendo el rumbo Este antes del final y antes de mi próximo destino en otro continente, decidí atravesar Botswana por tierra, saliendo de Windhoek, Namibia, hacia Prettoria en Sudáfrica.
Me sobraban 2 o 3 días, tiempo suficiente para lograrlo,
aunque sin saber si encontraría transporte público o qué, aunque sea un burrito
para llegar. No era cuestión de hacerla fácil en un vuelo de 2 horas y perderme
el famoso paisaje del desierto de Kalahari en flor.
Así que me despedí de mis compañeritas de costura en Penduka
y apunté en la dirección requerida.
Primer contratiempo: en Windhoek No hay estación de buses!
Cosa inconcebible en una capital de país, pero… recuerda!: esto es África!
Y tuve que recordármelo para rememorar todas mis andanzas
los meses pasados, ya que en Sudáfrica crees estar en el primer mundo y se te
olvidan esta clase de cosas.
En Namibia solo hay dos compañías de buses. Una que va de la
capital hacia el Sur, y la otra hacia el Norte. Ninguna al oeste -como ya lo
experimenté cuando quise ir al desierto
y a la costa- y ahora me enteraba que tampoco había nada hacia el este.
Nada menos los famosos “taxis colectivos”! Sí! Esos que te dicen que no tomes, que te
van a acuchillar, etc, etc, etc… Ésos
mismos que tantas veces me salvaron, que llegan como hormiguitas por todos
lados, y en los que trabo sonrisas y conversaciones con mis eventuales
compañeros de ruta.
En una estación de servicio, donde acostumbran a parar
esperando la clientela, justo salía uno con “justo un lugar vacío!” hacia la
frontera este. Listo! Para mí! Y me subí con la certeza de que llegaría a mi
destino antes del anochecer.
Lo que no sabía era que debería repetir la hazaña 3 veces,
ya que cada uno llegaba hasta un mini pueblecito y ahí debías cambiar hacia el
siguiente. Con los angelitos a favor, llegué a estampar mi pasaporte de salida
y de entrada a Botswana, mucho antes de lo previsto.
Aunque allí, en la línea divisoria, no había más taxis ni
micritos, ni nada! Solo un sol abrasador y ni un arbolito para contar.
En eso llego un viejito caminando, vaya a saber de que
cuento se habría salido, con su paraguas abierto, su maleta modelo
antediluviano, una bolsa al hombro con una silla plegable, y su bastón. Nos
saludamos y le pregunté para donde iba, porque parecía no tener intención de
detenerse.
-A Garborone -me dice lo más pancho.
Salté de emoción ya que yo también tenía ese destino en la
siguiente frontera, distante 900 kms. en el límite con Sudáfrica.
-¿Y piensa llegar caminando?-le pregunto entre jocosa y
necesitada de una explicación certera.
Así es que me cuenta que a 10 kms. hay un pueblito de donde
sale una “combi” nocturna en dos horas, y que para la madrugada siguiente
estaría en la deseada frontera fin de Botswana.
Hago mi cuenta mental de llegar a pie los 10 kms.en dos
horas, aunque el calorón y mis bártulos, me descalifican totalmente la
posibilidad.
En eso pasa una camioneta en dirección a nuestro pueblecito
salvador. Le hago dedo con la maestría de los años ejercido y nos para al
toque. El viejito saltó en la caja posterior cual gacela en celo, y yo como una
dama, me subí al asiento trasero en la cabina.
El trayecto fue corto pero suficiente para agradecer la
amabilidad del conductor y su esposa, intercambiar teléfonos para una futura
bienvenida en mi Patagonia querida, y dejarnos justo frente a la “combi”
prometida.
El viejito ya tenía su ticket “bookeado” con anterioridad. Y
yo? Como siempre! Con un ángel
haciéndome el aguante, conseguí un asiento entre los últimos tres libres que
quedaban.
Buscamos una sombra, tomamos un jugo, compré víveres para el
viaje y esperamos la hora de partida al refugio de una paupérrima sombra.
A las 18, con el pasaje completo más duplicado por los que
viajan parados! arrancamos. En realidad es una forma de decir, porque cada 10
minutos paraba para subir y bajar cosas y/o personas. Así infinitamente toda la
noche hasta llegar a Garborone con la salida del sol.
Ahh! Me olvidaba de contarles que el mentado desierto me
resultó más insípido que chupar un bolígrafo. Pobre Botswana, no tuvo suerte
para sorprenderme con nada interesante. Fueron kilómetros de espinillos
decadentes en una tierra reseca y árida por igual. Cada tanto… muuuyyy cada
tanto, algún espinilo lucía un resplandor rosado de pequeñas florecillas a
punto de deshidratación. Las pobrecitas estarían haciendo un esfuerzo
sobrehumano para sobrevivir y yo no las podía apreciar. En parte porque desde
el vehículo hasta la línea de vegetación habría unos 8 metros, distancia
exponencial para mi chicatez, menos para ver en detalle semejante esfuerzo
floral.
Igualmente, cada otro más que tanto, también emergían del
suelo, entre las piedras grises, unos tallitos erectos con una raquítica flor
blanca en decadencia. Otras sacrificadas haciendo su mejor parte, aunque yo las
desmereciera. Quizás ya habría terminado su temporada, o más bien quizás, y lo
más seguro, es que sin lluvias, la floración no progresara.
En fin, es lo que había, y no mucho más: alambrados, algunos
cactus, algún orix -como llaman por acá a los antílopes- cruzando el pavimento
sin permiso y pare de contar.
Lo cierto es que en algún punto perdí de vista a mi viejito
conductor, pero otra señora se ofreció a acompañarme en la “sala de espera “ en
la calle donde ya estaban armando los puestos del mercado. Ergo, mugre, ruidos,
olores, más de lo mismo! Aunque en mi cabeza ya había un “Chau África” gigante,
suficiente para aguantar los últimos días y saber que esto se estaba acabando,
que el primer mundo me estaría fielmente esperando.
En un momento divisé una marquesina de un hotel y supuse que
podría ir a tomar un café, cambiar mi dinero de Namibia y averiguar por el
siguiente transporte.
Nada de eso! Pero sí me aceptaron gentilmente a cuidarme el
equipaje mientras yo volvía a la calle a hacer mis averiguaciones.
En breve dí con la transfer que cruza la frontera a
Sudáfrica y me dejaría en Prettoria. Perfecto! Es lo que quería! A sólo 1 hora
del aeropuerto de Johanesburgo.
Nueva compra de víveres: pan, tomate y huevo duro (el menú vegetariano
en puestos callejeros es muy limitado, ja! aunque suficiente!
Nuevos sellos en mi pasaporte bajo otro sol desmesurado de
agobios, y… tras 7 horas estábamos ya a las puertas de Prettoria, cuando se
pinchó una goma!
Habiendo varios varones entre los pasajeros, no hubiera sido
un problema. Pero el problema fue que no había goma de repuesto!
El chofer intentaba llamar a algún amigo para que le trajera
el preciado bien vaya a saber de dónde, mientras la mayoría de los pasajeros se
fueron bajando y buscando sus propias soluciones para concluir el viaje y
llegar a destino.
Uno de ellos se ofreció a alcanzarme hasta mi hostel
seleccionado en el auto de “un hermano” que lo pasó a buscar.
Yo chocha! No veía la hora de llegar! Además que ya
oscurecido el día no era momento para andar por calles desconocidas.
Aunque el “brother” resultó un desconocido que pretendió
cobrarme como un remise de lujo, por “el favor” que él solito se había
ofrecido. Discusión mediante, le entregué el dinero namibiano que no había podido
cambiar en la frontera y resultó al cambio, más de lo que había pagado en dos
días de transportes varios durante 1.400 kilómetros. En fin... así y todo,
llegué, me duché, creo que cené mi huevo duro y caí rendida, aunque feliz! Ya
estaba a solo una hora del aeropuerto y con dos días “free” por delante. Una
vez más, lo había logrado contra todo augurio negativo.
Gracias angelitos de mis rutas y de mi corazón!
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