Llegar a una gran ciudad un día nublado y fresco, no es tarea sencilla. Sobre todo si son las 6.30 de la mañana, no dormiste casi nada en el bus que te trajo hasta aquí, tenes ganas de un café y esta todo cerrado (ídem para hacer un largo pichin tempranero). Tenes que moverte con cuidado entre caruchas dudosas en las cercanías de una estación desconocida y seguir las líneas punteadas en tu Google map hacia el hostel seleccionado, sin que nadie se atreva a arrebatarte el celular.
Más menos angelitos en turnos madrugueros, llegué a mi oasis de turno. Lo bueno de la caminata por un centro desierto, es que podés contemplar a tus anchas las fachadas, cúpulas, portales y edificaciones históricas con detenimiento y apreciación. No hay multitudes de turistas sacando tus mismas fotos, ni vendedores callejeros acosándote.
Como el
nublado no se retiraba, era ridícula la subida en funicular a la Mountain
Table, mirador más que popular de la ciudad. Tomarme un bus para ir a la playa
más austral de la península, tampoco me era una opción: ya había tenido
suficientes playas y el viento no es o mío. Por otro lado, no me merecía el
esfuerzo ni los laureles decir que había llegado a lo más austral del
continente, porque esa sería una mentira. El cabo realmente más austral es
prácticamente inaccesible, el cabo Arguellas, que separa las aguas del Indico
de las del Atlántico, y solo se llega en barco. Yo ya tengo en mi honor haber
visitado el propio en Sudamérica
-nuestra gloriosa Usuhaia- y el cabo Norte en Finlandia. Por otro lado,
tras 10 horas de bus no me apetecía seguir aplastando la cola. Ya en breve
tenía decidido seguir para Namibia, por lo que me reservaba para las 20 horas
sentada que me esperaban (sarna con gusto, pica poquito!). Además tenía mucho
para acomodar: fotos, fondo de valija, averiguaciones, lavar ropa (cada tanto
me toca, ja!), escribir, relajar, etc.
En fin, excusas para un día fuera del tiempo!
Finalmente
a la tardecita, ya cuando el hambre aprieta, previendo algo para la cena, salí
a dar una vuelta por el barrio Bo- kaap, muy cerca de mi hostel, famoso por sus
casitas de colores y sus mezquitas, con los consabidos recaudos contra los
miedos ajenos y los consejos de no salir sola (como si pudiera elegir tener
escolta). Resultó pintoresco, aunque muy “for export”, nada del otro mundo.Lo
m:ejor? El supermercado primermundista globalizado para conseguir una pizza
para el microndas con una cervecita fresca y volver a la cucha.
Al día
siguiente, con los ánimos renovados y la dirección clara, me dirigí al
renombrado Kirstenboach National
Botanical Garden casi en las afueras de la ciudad, pegadito a la montaña. ¡Es
gigante! Y resultó más que bello!!! Lo recorrí de cabo a rabo caminando más de
8 horas, sentándome en cuanto banquito me abrazara la sombra de algún árbol
centenario. Que los hay a montones! Frente a laguitos, delante de almácigos de
flores, en el vivero de plantas del desierto, en el sector de orquídeas, en el
anfiteatro natural. Recorrí la canopy en una pasarela flotante experimentando
vivenciar estar entre la copa de variadas especies. Reverencié a originarios
abuelos y exóticos de muchas latitudes del mundo. Hay zonas de bosquecitos,
otras de praderas cual la novicia rebelde, caminitos zigzagueantes para
perderse en el placer de los aromas y los colores de flores que no había visto
jamás. Pájaros y nidos por doquier, lagartijas, ardillas, gansos, patos y hasta
un ciervo! Y mucho, mucho sol! Un día espléndido! Especial para mí!
A media tarde me di por saciada y me fui para la zona del puerto. Un complejo de dársenas donde se alojan shoppings, restaurants, galerías de arte, venta de tickets para paseos en catamaranes, helicópteros, motos de agua, bares, músicos callejeros, artesanos y cuanto bochinche quisieras experimentar.
Ya estaba entre huir o experimentar mi parte más civilizada, cuando unas trompetas y batucadas anunciaban el paso de unas alegres delegaciones deportivas. Algunas con los trajes típicos de los países que representaban y todas enarbolando estandartes y banderas. Enseguida reconocí la Argentina y me acerqué a saludar y preguntar de que se trataba: era la inauguración del campeonato mundial de hockey que se desarrollaría esa semana en Cape Town. Las chicas felices y excitadas siguieron su camino en el desfile y yo traté de abrirme paso entre la multitud para volver al nido antes que oscureciera, entre agotada y satisfecha.
Fue llegar, ducharme y caer rendida en la camucha de precioso edredón blanco, apto para neutralizar tantas emociones recibidas en el día.
Mañana a
seguir viaje…
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