jueves, 17 de octubre de 2024

Namibia, bella...

Como una adulta prudente -que ya no viaja a dedo- tomé un bus larga distancia con destino norte: Namibia, tierra soñada de desiertos y silencios…

El problema era definir el punto de llegada, ya que mirando el mapa, mi fiel amigo de papel, veía que una de las primeras zonas a visitar, el desierto de Kalahari que quizás aún estaría florecido con el último albor de Octubre, quedaba en el sur, desde donde yo estaría arribando. Pero todos los tours turísticos se inician en la capital del país en el norte. No tenía sentido subir 900 kms. para volver a bajarlos.

No encontraba poblaciones cercanas donde alojarme, mucho menos agencias para contrataciones de excursiones o armar grupos, ni aeropuertos donde alquilar mi propio transporte.

Había leído que los caminos eran todos de grava, en pésimo estado, y tras mis experiencias en Mozambique, Madagascar y otras, no tenía ganas de arriesgarme. Jamás había manejado una 4 x 4 y no me haría gracia morir desecada en un arenal. Aunque la idea de usarlo de casita rodante me atraía: parar en medio de la nada bajo cielos estrellados al por mayor, frente a una laguna de hipopótamos y horizontes ocres infinitos, sonaba a película, pero la realidad es que la trompita de un elefante me podía dar vuelta como a un cascarudo, no encontrar una gasolinería por error, o ser picada por un escorpión al intentar cambiar una rueda pinchada, me traían a una realidad más concreta a una señora de mi edad, sin sombrerito beige safari ni presupuestos de rescates en helicóptero.


Finalmente apelé a mi intuición y decidí bajarme del micro al amanecer en Keetmansoop -previo paso por la respectiva aduana para los consabidos sellitos de salida y entrada a un nuevo país- en búsqueda de respuestas y oportunidades para encarar el desierto.

El micro paró en una vieja estación de servicio sobre la ruta y la primera angelita de la mañana, sorprendida, me llamó a un taxi que me trasladaría al centro del pueblecito.

Allí había un lindo hotel abierto a una conferencia de no sé que, así que la dueña andaba de lo más ocupada acomodando sillas, menués, llamados telefónicos, cuentas bancarias, su hija al colegio, empleadas algo lentas, y yo pretendiendo un asesoramiento, ja!

Una genia que en pocos minutos me consiguió un chofer dispuesto a llevarme al Fish Canyon en su propio todo terreno por un precio nada amigable. No teniendo ninguna otra posibilidad, tuve que decirle que sí y entregarme a la aventura. Le pedí unos minutos para ir a comprar comida y agua para el viaje.

Al volver al hotelcito, el señor se rectificó en su oferta y me duplicó el precio. Pataleé un poquito, pero… tuve que volver a decirle que sí. No tenía alternativa y él lo sabía.

Apenas le dí el O.K. me dijo que ese precio era solo por llevarme pero que la vuelta sería otro tanto. No pensaba volver a ese punto de inicio, en mi cabeza sabía que en el Fish Canyon encontraría a alguien más a quien pedirle continuar… pero su actitud me pareció ya deplorable!

Con firmeza y determinación, le cancelé la ridícula contratación verbal y le dí el “hasta nunca”, sabiendo que me quedaba sin el pan y sin la torta, y con una bolsa llena de comida, con 38°C a la sombra y las mismas dudas que a las seis de la mañana.

La dueña del hotel me recomendó moverme al siguiente pueblito, a dos horas de allí, o bien a cuatro, tendría la capital donde seguramente encontraría más formas de moverme.

“Causalmente” en ese momento salía un mini bus local (de esos que dicen que no te subas porque están llenos de “negros” que te van a acuchillar y robarte todo…ja! mis preferidos!).

Ni lenta ni perezosa, mientras íbamos hacia al norte, le cuento al chofer lo que necesitaba: un autito para ir a recorrer su país… Ángel, que así se llamaba, me dijo que en Mariental (a 160 kms.) tenía un amigo que posiblemente pudiera ayudarme. Inmediatamente lo llamó y pactó un encuentro conmigo en otra gasolinería sobre la ruta.


Erick se presentó con su sonrisa, su impecable Traffic de 15 butacas, su agenda libre y abierta y su presupuesto exacto. Tanto por día. La nafta a mi cargo, cualquier pinchadura o rotura de parabrisa, la cubriría yo. Él manejaría por donde yo le indicara, el tiempo que yo quisiera, mínimo tres días y su vuelta sumaría un día más a mi cargo. Cada uno pagaría su comida, aunque yo podría dormir en la camioneta, con lo cual me ahorraría los lujosos lodges que albergan en el desierto. Él ya vería… tenía amigos por todos lados…

Por mi parte no debería dejar depósito ni pagar con tarjeta, no necesitaría registro internacional ni todos los papeluchos que te piden las agencias de alquiler.

Si estaba de acuerdo, podíamos arrancar YA!!!!

Así que siendo las 4 de la tarde, pasamos a comprar mi nuevo chip para mi número nainibiano de celu, pidió una conservadora y un colchón a un amigo. Compramos hielo, más agua, Coca Cola (¿la última en el desierto? Ja!), chocolates, pan, galletitas, y esas cosas. Obvio en la caja, pagué yo. Parecía un niño (32!) que lo llevan a pasear sin correa…

Al principio de pocas palabras, pero poco a poco, y con el correr de los días, convivencia de 24 hs. mediante, se fue abriendo, riendo y compartiendo algo de su historia… Buen muchacho! No fumaba, no alcohol, no salidas nocturnas, manejaba super prudente, se conocía TODO! Y la pasamos genial!

Ya no tenía sentido ir para el sur al Fisher Canyon, pero me hizo conocer otro que nada tendría que envidiarle al primero. 






La primera parada oficial al día siguiente fue Sussesvlei, famosa área por sus dunas doradas, las más altas del país! Y por su bosque de árboles petrificados, muertos cuando el desierto encerró el oasis donde crecían. Un paisaje sublime que te abre el alma…








La inmensidad majestuosa de la arena sin fin, aunque surcada por muchas más camionetas 4 x 4, de las que hubiera querido, el turismo de masas también presente por aquí.

La brisa cálida despeinando las masas soberbias de belleza en una danza invisible que las mueve cada día de lugar, dibujándoles en las crestas, líneas doradas divisorias de laderas iluminadas de sol enceguecedor.

Trepamos a una hasta quedarnos sin aliento aunque llenos de gratitud y alegría por haber descendido al valle.

Pasado el picnic del mediodía seguimos hacia Solitaire. Una abandonada gasolinería en un cruce de caminos, rodeada de un cementerio de autos viejos encallados en la arena. Muy pintoresco! Y lo mejor y tradicional, es disfrutar allí de una exquisita torta de manzanas en una Bakery alemana, que se llena!





Unos kilómetros mas adelante, cruzamos el Trópico de Capricornio, ergo, otra parada de rigor para las consabidas fotos. nada por aquí, nada por allá...


Renovadas las fuerzas, decidimos seguir otros 500 kms. hacia Walvis Bay, un pueblito costero ya frente al Atlántico, con historias de flamencos y pelicanos.

La luna se iba llenando en cada curva del camino, mientras el inmenso sol se ponía frente a nuestro parabrisa. Belleza imposible de narrar, solo admirar…


A la mañana siguiente recorrimos los pantanos de sal y vimos como las dunas se bañan directamente en el mar espumoso, una suerte de playa en pendiente. 




Especial para los jóvenes que practian skys en seco en sus diagonales arenosas; y para los cientos de triciclos 4 x 4 que corren maratones sintiéndose los Fangios del desierto. Si buscabas silencio, éste no es el lugar! Las boleterías de alquiler al pie, ya coparon la situación y la publicitan en cuanto Tripadvisor pueda vender.

Remonté vuelo cual ave marina… (Erick se quedó con las ganas).

Siguiente parada: Swakkopmund. Una sucursal de cualquier aldea alemana que conozcas. Copy-paste de edificios barrocos con la ornamentación típica de la arquitectura de principio de siglo. Evidentemente la colonización pisó fuerte y dejó sus huellas. De hecho, aquí la población es mayoritariamente blanca, blanca leche! Pelito corto rubio de indiscutible origen.







                                                        Y esto también es Africa!

Visitamos la feria artesanal, la iglesia luterana, algunos edificios emblemáticos, la playa ventosa, y nos reaprovisionamos para seguir viaje. Los city tours no son lo mío.

Horas de ruta gris entre arenales blancos, nos fueron introduciendo en el área de Spitzcoppe.



Ya de lejos se divisa la monumental montaña de granito que emerge aislada como un grano fuera de lugar, meca de escaladores y por las pinturas rupestres que albergan sus cuevas.

Unos metros antes de llegar, ya te atosigan los vendedores ambulantes de chucherías, piedritas y artesanías varias. No te explicás de donde salieron ni cómo viven en esa vacía sequedad, pero allí están, dispuestos a que te lleves algo a cambio de tu generoso billete.

La de la ventanilla de entrada no se quedó atrás. Costó más que una noche de buen hotel, y por supuesto, Erick volvió a ser beneficiado con mi billetera.

Escuchamos atentamente la historia de las pinturas por una guía muy comprometida con la conservación de este patrimonio local. Muy interesante!

















Salteamos la zona de las serpientes donde otros turistas se regodean, y a mí me asquean (y aterrorizan).

Escalamos el gran arco del “Bridge”, curiosa formación pétrea que deja abierta una ventana enorme al cielo. Bonito y diferente!


Bajamos para otro solitario picnic bajo un paupérrimo -aunque única opción de sombra posible- reseco espinillo. Maravillosamente lleno de pájaros y nidos colgantes.



Preparé los sabrosos y ya tradicionales sandwichitos de queso, palta, tomate y huevo duro, y brindamos con la Coca helada. ¡Una Fiesta para la pancita y para el corazón!

Break para estudiar bien el mapa y decidir un “basta de desierto para mí”. Namibia tiene mucho más para ofrecer y yo ya estaba más que satisfecha con nuestro pacto. Tiempo de volver hacia la ciudad. Erick me dejaría en Windhoek, la capital, y él volvería para su sur, mientras yo buscaría la forma de decantar y asimilar todo lo vivido. No solamente en esta etapa, sino en mi gran vuelta por este hermoso aunque extraño continente, lleno de contrastes y preguntas sin responder.

Presentía que mi círculo viajero comenzaba a cerrarse y debia buscar otros horizontes más lejanos.


Seguir para el Norte ya no me apetecía. Angola, Congo, Nigeria, Ghana… ¿qué más podían ofrecerme? ¿O que huella podía yo dejar por allí..? No iba a seguir safariando, viendo pobreza sobre mugre y desidia, injusticias sociales imposibles de digerir, paisajes subsaharianos similares a los ya recorridos, época de lluvias y mosquitos con calor abrumador… ya no sería disfrute ni aprendizaje.

Entonces… ¿Para dónde seguir mi vida nómade? Esta propuesta que yo sola me impuse, que yo sola debo resolver…

Necesitaba un “recreo”, un lugar calmo donde ordenar ideas, deseos, recuerdos, intenciones…

Un cierre de ciclo, entre agradecida por lo vivido y duelo por lo ya dejado atrás. Entre el punto final y la nueva frase que se iniciará…

La magia del internet me trajo hasta Penduka, pero esto se los cuento en la próxima entrada.

Les mando muchos pajaritos revolotéandoles el alma!



 

 

 



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