Esta ruta maravillosamente bella que bordea el océano Indico desde Torquay hasta Allansford durante 800 kms. fue construida por los sobrevivientes que volvieron de la guerra para darles trabajo y honrar a los que no volvieron. Así lo explican las guías turísticas, aunque yo no le encuentre demasiado sentido. Quizás hubiera sido mejor darles una buena pensión y tratamiento psicológico, que calme tanto dolor… en fin, elucubraciones de autor (a).
Lo cierto es que domingo tempranísimo, con nubes negras sobre la cabeza, paradita en la última esquina del pueblito de turno, dedo en alza, angelitos dispuestos, me sirven en bandeja un autito verde con un paquistaní al volante, con turbante y todo. Cuando digo “todo”, me refiero al celular que no dejaba de mirar ni un momento, contestando mensajitos y avisos de Facebook. La prudencia me hubiera obligado a pedirle que dejara de hacerlo, peo… a caballo regalado, no se le puede dar órdenes. Y menos cuando afuera “justo” se largaba a llover con todo. Me salvé por una gota!
El paquistaní, ajeno a cualquier pregunta respecto a mi presencia, se hizo 65 kms.en un periquete, incluyendo una videollamada con su hijo de tres años al otro lado del mundo.
Traté de apaciguar mi preocupación por un presunto accidente en cada curva, disfrutando la vista de las olas y las rocas que coronaban el trayecto desde el pavimento.
Me dejó en Lorne en el momento “justo” que paraba la lluvia y el sol hacía sus mejores esfuerzos, delante de una cafetería atendida por otro argentino! Tras el convite, volví a pararme dispuesta a avanzar en mi camino. Enseguida pasó una camioneta con un jardinero a bordo y todo su equipamiento para los mantenimientos. Entre la cortadora de pasto, las palas, y el rastrillo, logré acomodar mi mochila y la valija. Y entre su generosa sonrisa italiana, acomodamos una charla a destiempo. Fue un breve trayecto, ya que iba a hacer un trabajo en las afueras…
Ahí nomás me levantó un matrimonio de hindués con sus dos tímidas aunque preciosas hijas, que vivían en Singapur pero estaban de vacaciones en Australia. Intercambiamos datos culturales de nuestros respectivos países, con mucho humor y simpatía, hasta XXXX donde me invitaron a almorzar. Decliné la oferta, ya que quería llegar con buena luz a “Los Doce Apóstoles”, punto turístico de fama y convocatoria por excelencia. Nos despedimos con fotos, abrazos y números de teléfonos, para futuras visitas si la suerte nos lo permite.
La siguiente conductora fue Lizzie, una auténtica australiana peliroja que no le entendía nada, con su hija adolescente y su perra, y el auto cargado con las compras del supermercado. Sonreían traviesas formando parte de mi aventura, más contentas que yo por darme el aventón. Por mi parte, yo disfrutaba a pleno el estar atravesando el Parque Nacional de Otway, con sus altísimos y tupidos eucaliptus. La tierra olía a maravilla mojada, y mi alma se ensanchaba a cada curva.
En una de tantas, me anunciaron que allí era su granja. Me dejaron en un cruce de caminos hacia el faro… aunque no parecía que por allí transitara nadie, mucho menos un barco.
Lizzie se quedó preocupada como una madre. Me dio su teléfono por si no conseguía seguir, la llamara y pernoctara en su casa… La tranquilicé con un abrazo de segura confianza en mis ángeles, agradeciéndole el tramo recorrido y su actitud protectora.
Abrió la tranquera y enfiló por un camino boscoso...
A los tres minutos, ya le estaba mandando un mensajito tranquilizador, ya que Luc, un joven alemán con su mastín negro de babas colgantes ocupando todo el asiento trasero, ya me había recogido e iba directo a “Los doce Apóstoles”! distantes aún 60 kilómetros. Kenny Gy, sonaba en el parlante y el bosque se abría a nuestro paso, ente tornasoles que plateaban las hojas ovales de los árboles. ¿Qué más se le puede pedir a la Vida?
Llegamos al Parking repleto de autos, no sé de donde habrían salido! Ya que la ruta estaba de lo más tranquila. Una multitud de turistas dispuestos a fotografiar el crepúsculo tras estas formaciones de areniscas calcáreas que el viento y el mar fueron puliendo, dándoles forma de monjes, con mucha imaginación, ja!
El viento soplaba con tanta fuerza que costaba caminar derecho sin parecer un borracho. Increíble el haber construido la pasarela y los miradores en ese punto tan accidentado de la costa. No sé, si la Naturaleza, o los ingenieros pertinentes, hicieron ambos tan buenas obras.
Terminada la forzada visita, le convidé un café reparador y seguimos viaje hasta Warnerboll, la ciudad siguiente a 45 kms. más para conseguir un hotel donde pasar la noche. Amablemente me dejó en la puerta del hotel que acaba de seleccionar en Booking. Nos despedimos con la alegría de la mutua compañía, él se iría a acampar en los suburbios.
El hotelero me abrió preocupado a esa hora, y más aún por la tormenta que empezaba a descargarse “justo” en ese momento! ¿Si esto no se llama “suerte”, cómo le dirían? (palabrotas abstenerse! Ja!)
Gracias angelitos! Eternamene agradecida!
Encima la habitación preciosa! Espaciosa, recómoda, con buen colchón y jaboncitos ricos en el tocador, ja! La ducha resultó una fiesta!
Aunque ni soñar con salir a cenar, no justificaba la empapada. Debí conformarme con mis habituales sandwichitos caseros y tecito de la pava eléctrica. ¿A quién le importa la comida cuando tenes el alma llena?
Mañana será otro día…
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