viernes, 22 de noviembre de 2024

Perth

 Adelaide resultó tan confortable que hasta al aeropuerto es fácil llegar con solo un colectivo local en 20 minutos!

Aviso importante: Perdì todas las fotos de Perth cuando se me muriò la computadora (ver màs adelante) Sepan disculpar las molestias...


Tan moderno aeropuerto que en vez de mostradores de cheq in, hay unas máquinas tipo bocas gigantes donde lanzas la valija y el proceso se hace solo. Muy tecnológico todo pero el avión salió con media hora de atraso.

Lo insólito de este vuelo es que llegué a la misma hora en que salí, ja! O sea, como que no viví dos horas treinta de mi vida, devuélvanmelas! Ja! Es que Perth, al oeste tiene esa diferencia horaria con las ciudades del este. Lo cierto es que aunque llegué a las 20.30 en mi cabeza, y en mi cuerpo! Ya era medianoche.

La casa de Prunella, mi nueva anfitriona en esa ciudad, quedaba según Google map a otras dos horas de tren y subte. Con mucha fiaca, la llamo para avisarle que llegaré al día siguiente, que no me gusta andar de noche por calles desconocidas, que perfectamente puedo dormir en el aeropuerto (incluso hay unas máquinas japonesas que pagando con la tarjeta, te embolsan en unas especies de camas hongos y fijas las horas que quieras “dormir” ahí) (yo prefiero el suelo en algún rincón oscuro y sereno) . Lo cierto que Prunella me insiste en llegar a la casa, con todas las explicaciones pertinentes a los buses y combinaciones que me llevarían como 7 minutos menos que lo que dice el Google, y que no me preocupe de la tardanza ya que estaban de fiesta de cumpleaños del marido y que era super bienvenida. No me pude negar. Emprendí el avistaje del subte pertinente y los sucesivos buses y en dos horas más, para ellos recién las 23, llegué al jolgorio de la fiesta. Su marido arrivaba a los 50 y toda la parentela estaba presente. Me presentaban como un trofeo de guerra, y yo, sosteniendo el cansancio en una sonrisa dibujada, aproveché a nutrirme con bocadillos y la exquisita torta de ruibarbarbo y manzanas.

Para la madrugada, otra de las huéspedes de Prunella, me alcanzó a la casa donde definitivamente dormiría.

Bonita casa en las afueras de Perth, a dos horas del centro, pero con suficientes colectivos para llegar. Me dieron una habitación privada, con amplia ventana a la calle, pisos de madera, baño enfretado y un jardín con mesa y sillas para desayunar, si no fuera por las molestas moscas que todo lo tocan.

Mis nuevos compañeros de casa, Sam y Craig, alemana ella, él inglés, amorosos, estaban detenidos allí varios días arreglando el auto que se acababan de comprar hacía unas semanas y les daba más dolores de cabeza y de billetera, que satisfacciones. Rumbo a su mecánico, se ofrecieron a dejarme en el Jardín Botánico de Perth, ya visita institucionalizada en cada ciudad de arribo.

Domingo más que caluroso me obligo al paso lento, aunque gozoso, de este espléndido parque con vistas a la bahía y a la confluencia de los ríos que circundan la ciudad. Torres vidriadas de formas desafiantes al otro lado de la ribera ubicaban el centro comercial y financiero de alto vuelo.

Me refugié un rato en la tienda de recuerdos, no solo por los bellos objetos que allí se venden, sino también para respirar con el aire acondicionado.

En eso las sirenas de los bomberos empezaron a sonar en las cercanías y resultó que venían justo a la confitería lindera que se estaba incendiando la cocina. No fue más que un susto, aunque produjeron suficiente revuelo.

Por mi parte, me fui a caminar por los sombríos senderitos que bordean los jardines en flor, a reconocer la flora de estos parajes y a sentarme frente a una laguna, a disfrutar de mi tradicional sandwichito casero.

En eso estaba cuando unos manotazos atolondrados revolotearon en mi cara, despeinándome con furia y asustándome sin entender que estaba pasando. Un segundo después, al abrir los ojos desconcertados, mi sándwich había desaparecido! Sólo un pequeñísimo trozo quedaba apretado entre el índice y el pulgar doblado. El resto lucía en el orgulloso pico de un ave parda que lo mordisqueaba a mis pies como si alguien se lo hubiera convidado sin permiso.

Obviamente no podía matarla ni pedirle que me lo devuelva, mucho menos intentar recuperarlo por las mías. En fin, traté de perdonarla (sabiendo que me podía comprar otro en algún lado) y del susto aprendí a comer mirando al cielo y cubriendo los nuevos manjares con algún pañuelo o servilleta. A esta edad, todavía hay cosas que jamás me habían pasado, ja!

Con el calor derritiendo mi alma, decidí gozar del aire acondicionado del colectivo para dirigirme al puerto, seguramente más fresco, aunque más que ventoso. Nuevamente la moderna arquitectura de los alrededores me dejó boquiabierta! Y porqué no decirlo? Un poco bastante avergonzada de los paupérrimos diseños que se hacen en mi país, obviamente por razones de presupuesto, de tecnologías y de voluntades empresariales. Esto no quiere decir que acuerde con las multinacionales, pero no puedo dejar de admirar la creatividad de sus emblemáticos signos de poder y dominación hasta del paisaje urbano.

Averigüé para el día siguiente hacer una excursión a una isla famosa por los canguros y los quoqas, 

animalito endémico más que simpático y mimoso, para la cual debía tomar un ferry que salía muy temprano. Bordeé los muelles y aspiré el aire marino del atardecer, hasta decidir volver a la casa para disfrutar de una pizza y cerveza compartida.

El problema resultó que cerca de la casa no hay ningún almacén o negocio, menos abierto un domingo por la tarde, por que que tuve que desandar lo andado casi una hora para lograr conseguir mi pizza y mi cerveza, lo que resultó llegar cansadísima y con la primera fría y la bebida caliente. En fin… digamos que igual las disfruté, sobretodo de la compañía de Sam y Craig, que contentos con el arreglo satisfactorio de su coche planificaban la continuidad de su viaje hacia el sudeste…

Por otra parte, Prunella me invitaba para el día siguiente a una visita al zoo local, junto a su familia y con entradas gratis por el trabajo de su esposo.

Los zoológicos no son de mi agrado ni convicciones, pero sería una oportunidad para apreciar los animales regionales, ya que al estar a pie, pocas oportunidades tengo de entrar a los parques nacionales y conocerlos de primera mano. Por otro lado, los animalitos, ni lentos ni perezosos, duermen a las horas turísticas y retozan alegres en el amanecer y tras la puesta del sol, momentos más difíciles aún para visitarlos.

Excusando mi conciencia, decidí aceptar la invitación que incluía el picnic del mediodía.

Por supuesto, los animales enjaulados (aunque en amplios espacios simuladores de las correspondientes áreas naturales de cada especie) no desconocen las leyes de la luz y las temperaturas, así que poco y nada pude ver. Apenas unos lagartos siesteando, unos canguros escondidos entre los arbustos , un dingo que parecía un perro cualquiera, aves piando su libertad agarrotada, un oso de ojos tristes, un tigre imperial que nada tenía que hacer allí, un rinoceronte grande como su fealdad, un kuokka tímido que apenas se asomaba desde la hoquedad de un tronco, el rabo de dos gorilas acurrucados en la cima de un promontorio, algunos monos balanceándose y tres dormilones koalas abrazados a las ramas de un árbol escondedor. (Obvié las hienas y los reptiles por razones obvias) Y un montóooooonnn de chiquillos, madres y cochecitos, alterando la paz con sus bochinches.

Igualmente lo pude disfrutar pero lo mejor fue conocer a Adriana, la cuñada de Prunella. Una argentina de mi edad, ya jubilada, que vive allí desde sus 7 años, exiliados sus padres de la Argentina dictatorial de los ´70. Super simpática y feliz de hablarme en español, se ofreció a llevarme a ver canguros de verdad, aun cementerio de las afueras de la ciudad.

Propuesta insólita para una mujer insólita como yo. ¿Qué mejor excusa para abandonar el zoo y salir dignamente a pasear en un auto con aire acondicionado y nueva amiga?

El cementerio resultó ser un bosque con lago y todo. Lo curioso es que los familiares entierran las cenizas alineadas perimetralmente a la orilla, con las respectivas flores, chapas con nombres y fechas y regalitos pertinentes a cada fallecido, como autitos, muñecas, pipas, ángeles, botes, y otras extravagancias. Por las superficies de prolijísimo césped, saltan canguros de aquí para allá. Algunos reposan sus panzas llenas del bebé ya nacido o las bolsas del por nacer. Para mí fue un espectáculo sorprendente, y creo que yo para ellos también! No dejaban de mirarme curiosos y alertas.



Patricia, contenta de verme tan feliz, redobló la apuesta, y me propuso ir a conocer las playas y otros barrios costeros e históricos como el Frendale. Yo chocha! Y más con el helado de menta y chocolate que compartimos en una pituca heladería de la zona.

Ya me estaba llevando de regreso a la casa, cuando Prunella nos avisa por teléfono, que la zona de la casa estaba bajo alerta de evacuación, ya que había un gran incendio en las cercanías y estaban cortadas las calles. Lo mejor sería ir rápido a cerrar la valija y tenerla preparada por si durante la noche daban la orden de alejarse.

Al ir acercándonos al barrio, el cielo estaba rojo de los fogonazos a no tan poca distancia, el humo negro ascendía impío en el horizonte y las sirenas aullaban despóticas.

Como yo no contaba con auto para huir en caso necesario, Sam y Craig decidieron quedarse esa noche en la casa conmigo y posponer su salida. Me sentí absolutamente protegida, cuidada amorosamente por tantos desconocidos, aunque un poquito angustiada por el miedo, ya que el humo y el olor eran extremadamente potentes, aun dentro de la casa.

Con la confianza apuñalada a la almohada, nos dormimos rezando para que el fuego no avanzara en nuestra dirección y clamando piedad por los que ya sufrían las pérdidas de sus casas.

Al rato, Prunella nos tranquilizó con la noticia de que el informe de los bomberos locales era que ya estaba todo controlado y entonces, pudimos dormir en paz. Por suerte, no para siempre…Ja!


A la mañana siguiente, y fuera de todo programa y expectativa, “los chicos”, la alemana y el inglés, me proponen ir con ellos al sur, ya que se habían terminado interesando por visitar el Parque Nacional Warpole del que yo tanto les hablé, aunque no sabía cómo haría para llegar, distante unos 400 kms. de Perth y arededores. 



Por supuesto salté de Alegría y Agradecimiento! Aunque me pregunté dónde viajaría ya que llevaban el auto colmado de cosas en el baúl y el asiento trasero. Con un buen rato de reacomodamiento, lograron hacerme un mínimo espacio digno de un gato entre cobijas y cacharros varios. Super felices los tres, emprendimos el viaje.

Lo que yo no sabía era que necesitaríamos tres días para llegar, ya que paraban en todas! Foto aquí, recorrida por allá, nueva revisión mecánica, conseguir un repuesto para la carpa, más fotos, más playas, más monumentos, etc…

La verdad es que sin ellos no hubiera conocido cosas tan extraordinarias como el acuario del muelle más largo de Australia de casi 2 kms. donde los peces nadan felices sueltos en el océano, y somos los curiosos, los que descendemos a una cápsula enterrada 10 metros bajo el nivel del agua, para contemplarlos desde unas grandes ventanas de vidrios presurizados.



Visitamos una caverna de estalactitas maravillosamente gigante, obviamente también bajo tierra, que es un reducto de fósiles de animales prehistóricos ya extinguidos, que aún hoy, inexplicablemente o gracias a los estudios científicos, se puede visitar. Tanto por aprender y apreciar! 





Obviamente tras tres días de mutua compañía ya








parecíamos una familia, con la respectiva madre o suegra, ja! Ellos dormían en la carpa, y yo en el interior del auto, arremolinada en el asiento delantero. Aunque suene extraño, fue comodísimo! Y eso de despertarse en pleno bosque de eucalíptus, con sus perfumes y contrasoles, o frente al mar espumante de amaneceres dorados, fue una gloria difícil de superar. 






Tras cada jornada, armábamos el campamento en algún camping libre -los australianos tienen todo muy organizado, con baños super limpios y barbacoas de acero inoxidable de no creer!- y disfrutábamos de hermosas charlas bajo el cielo estrellado de placer. Gracias Sam y Craig por todo lo recibido! Realmente ángeles luminosos de infinita generosidad.

El tercer día ya fue habitar el Paraíso con mayúsculas: logramos llegar al valle de Los Gigantes, mi Meca! La verdad? Sorprendente! Encontrarte al pie, o más precisamente, “dentro!” de árboles de eucaliptus, de más de 400 años, de diámetros promedio de quince metros, de más de 60 metros de altura, vivos! Aunque sus troncos mayoritariamente quemados por sucesivos fuegos, a veces naturales, a veces provocados, estos gigantes son la resiliencia con patas! 



Los acariciamos, los abrazamos, les hablamos, compartimos sus silencios, nos llenamos de sus sagradas presencias…












Nos despedimos con el respeto digno de los Maestros Sabios. Mi alma colmada de plenitud, no daba crédito a mi suerte: haber llegado hasta ese lugar remoto, alejado de turistas curiosos, y haberme permitido gozar de ese momento, fue un sublime regalo del cielo. Que los Milagros existen, no me queda ni la más mínima duda… GRACIAS!!

Nos apartamos a almorzar nuestros consabidos “sandwichitos” a una roca sobre un río aledaño 


y Craig aprovechó para una zambullida en el agua helada. Las mujeres, más pudorosas, elegimos conformarnos con la mirada. El agua amarronada contiene tanino de los 
bosques y a eso debe su color. La espuma que se forma en cada remolino es producida por otra sustancia vegetal que no recuerdo el nombre, lo cierto es que por su aspecto, más parece un gran capucchino que un río. Ja!

Tras la refrescada, llegamos corriendo, antes de su horario de cierre, a la gran pasarela “Top Walking”. Una instalación de puentes colgantes y estribos de acero, a cuarenta metros de altura, por entre las copas de los eucaliptus gigantes. Otra maravilla para los sentidos!








Excepto para los de Sam, que apenas empezó a ascender el circuito, comenzó a sentir vértigo, a llorar de desesperación y a arrojarse al piso con impotencia de no poder moverse ni para atrás, mucho menos para avanzar. Con Craig la alzamos cariñosamente tratando de calmarla y depositándola en la sombra apacible de la entrada, mientras nosotros volvimos a la imperdible aventura de atravesar el bosque a la misma altura que las ramas, con sus aromas, sus píos y brillos del atardecer. Otro regalo del Cielo, aunque esta vez, de la mano de algún ingenioso ingeniero que diseñó y construyó ese fantástico circuito.








Satisfechos con todo lo vivido y con Sam recuperada, nos fuimos a una playa serena a armar nuestro último campamento. A la mañana siguiente me dejarían en Albany, donde yo intentaré llegar al Grand Gold Road, ruta emblemática que atraviesa Australia en diagonal a través del desierto, y ellos continuarían por la ruta sur hacia el este, ya que en Victoria los espera un voluntariado de protección a los canguros.

Fue una noche estrellada de Gratitud y sueños compartidos. Nos despedimos como amigos de toda la Vida, sabiendo que tarde o temprano, en algún lugar de este o de otros mundos, nos volveremos a encontrar… Gracias Sam y Craig, eternamente agradecida…













































































































































































































































































































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