miércoles, 13 de noviembre de 2024

Tasmania Sister Beach

 El puerto donde el buque “Espíritu de Tasmania” estaba amarrado, estaba a incómodos 50 minutos de caminata (con la pertinente valijota) de la estación del tren que me trajo desde Melbourne. Increíblemente por allí no había transporte público ni veredas, y tampoco taxis.



Los seres “normales” viajan en auto. Y si no lo tienen, lo alquilan. Pero, a no quejarse! La lluvia había parado y estaba a punto de iniciar un viaje en un trasatlántico de lujo. Sólo me faltaba el Di Caprio rubio que me sostenga en la popa para sentirme en el Titanic.

La butaca B12 ¡más que acolchada!, me esperaba frente al amplio ventanal de la cubierta del nivel 8, vista panorámica a la enésima! Con las gaviotas revoloteando sobre el mar en calma y el atardecer de lujo dorado.




Son doce horas de navegación nocturna, con múltiples bares, restaurants, shows, karaokee, cine y tutti cuanti… Para mí, la celeste línea del horizonte infinito, es más que un regalo suficiente.

Al rato de zarpar me hice el tour por el barco y con una cervecita en mano me senté en una terraza (interna, afuera un viento de volarse!) a escuchar una cantante redulce con su guitarrita.

Enseguida el oleaje y el alcohol surtieron su efecto somnífero y volví a mi asiento super reclinable, con una mantita blanca y almohada al tono, para dar por concluído el día.




Amanecí en Devonport a las 6.30 de la mañana. Recogí mi equipaje más que olfateado por tres perros policías (suerte no llevaba ninguna fruta!) y busqué el primero de los 3 buses que debía tomar para llegar a mi destino.

Un Angelito ya me lo tenía estacionado en la esquina dispuesto a partir. Fui la única pasajera. A la gente “normal” la van a buscar los parientes con coche.

En 15 minutos estábamos en la estación de transbordo y, oh casualidad! El 2° colectivo me estaba esperando… A esa hora de la mañana, solo tres pasajeros locales y yo. El chofer resimpático y amable, no me cobró, ya que yo no tenía la tarjeta magnética de esa localidad.

En 40 minutos llegué a Bernie, donde debía tomar otro a Wynaward. Éste saldría en 20 minutos, tiempo más que prudente y necesario para tomarme un buen café.

El siguiente chofer se me hizo cómplice cuando le pedí que me indique donde mejor bajarme sobre la ruta para continuar a dedo, cuando él llegara a su terminal, y así lo hizo.

Quedé en una rotonda semidesértica, aunque rodeada de una arboleda hermosa.

En menos de dos minutos apareció la gran camioneta negra de Lincoln, con su gran yate amarrado atrás. Simplemente iba al mismo lugar que yo, pero a pescar…Ja! Creo que yo lo pesqué a él! Porque en media hora me dejó exactamente delante del camino de entrada a la propiedad de mi nueva anfitriona, Bird, en Sister Beach.




Caminé monte arriba unos 15 minutos acarreando mi carryon con manija de media atada. Ya les conté que desde Johanesburgo tengo rota la manija e inventé este “reciclado inteligente” aunque poco práctico porque se me da vuelta a cada rato, ja! pero anda…

Cuando Bird me vio aparecer a las 9.30 am. no lo podía creer. Ni yo tampoco! Habíamos planeado que llegaría al mediodía, contando tantos transbordos, pero… los angelitos trabajaron más que eficazmente!

Tras las sonrisas de reconocimiento (no se dejó abrazar) ( a los australianos les cuesta poner el cuerpo, casi que ni beso…) me preparó un sabroso desayuno de pan casero con manteca y mucha charla.

Bird es una ex hippie de los ´60 en California, vocalista de una banda de rock super famosa por aquel entonces. Ahora que anda por sus 60, tiene los pelos rosas y usa túnicas multicolores, aunque su cuerpo y su piel están hechos bolsa. Su casa es un antro de variopintos recuerdos de viajes por todo el mundo. Imágenes gigantes del Tarot en las paredes se mezclan con guirnaldas y banderines budistas, farolitos chinos, espadas de Feng Shui, flores de plástico en jarrones japoneses sobre la alfombra persa. Todo suma el monumento a la Abundancia, como su generosidad! Y sus ganas de hablar! Se ve que vive sola y muy aislada, por lo que cuando sintoniza un par de orejas, no paraba. En mi caso no me importunaba, me encanta escuchar historias de otros viajeros, aunque solo podía entenderle el 50%. El australiano es un inglés muy cerrado, muy rápido y con un montón de modismos locales. Así que a poner cara de: “Ahá…” y sonreir a la par… Ella chocha!

A pesar del nubladito grisáceo fresquete, insisitió en ir a la playa a cumplir con su rutina matinal de nadar en el océano. Por supuesto la acompañé y disfruté mirarla desde la orilla, mientras admiraba la blanca arena infinita hasta el fin de unos acantilados a la distancia. Nadie por aquí, nadie por allá… todo para nosotras. Incluso el pueblo, parecía un pueblo fantasma. Las casas todas cuidadita, con sus jardines impecables, pero sin gente, sin autos circulando, ni un perro a la vista!










Según ella, a esa hora, están todos trabajando en las ciudades aledañas y los niños en las escuelas. Por supuesto ni un almacén, mucho menos una tienda. Todo se hace con auto en las afueras…

Mientras yo disfrutaba de la prolija arquitectura de la campiña, las flores diferentes y los pájaros curiosos, volvimos a su casa en medio de un tupido bosque de eucaliptus, con ese perfume tan sanador…




































Bird ya había preparado un almuerzo para recibirme, aunque sin saber que soy vegetariana, estaba orgullosa de los pescaditos que había conseguido. Por supuesto no me dio la cara para despreciarlos ni para andar con disculpas filosóficas, así que anudando mis tripas, los dejé pasar adentro…. Perdón bichitos de Dios…

Tras la charla de sobremesa, Bird decidió dormir su siesta y yo me fui de caminata al Postman Road (Camino del cartero) en el Parque Nacional que se iniciaba en las afueras del pueblo, bordeando el mar.

Se trata de un antiguo recorrido que realizaban entre las distintas localidades costeras, para entregar la correspondencia, antes de la era de los mails y las carreteras asfaltadas.




Actualmente abandonados a las malezas y arbustos, vas subiendo entre rocas y paisajes divinos de aguas turquesas y olas bravas. Nadie por aquí, nadie por allá, quizás unas lagartijas recién despertadas o un ratoncillo desubicado, pero nadie más en cuatro horas de andar.






























Volví tan feliz como cansada, en búsqueda de la merecida merienda. Había olvidado que en estos lares, la cena tempranera ocupa el tiempo del 5 o´clock tea inglés, así que ya Bird tenía dispuestos los fideos con salsa de no sé qué en la mesa.

En medio del disfrute oímos ruidos en el jardín posterior y ella tranquila me explicó que sería “Carlos”, el canguro que todos los atardeceres viene por su ración de cáscaras bananas.

Nos asomamos a su balcón y efectivamente, Carlos y su familia, andaban entre los yuyos royendo tronquitos entre sus manitas y esperando ansiosos su manjar de postre.




A los saltitos, y peléandose entre ellos para lograr la mejor porción, se acercaban cuidadosos a los premios. Yo no podía parar de filmarlos. ¡Era mi primera vez de ver Kanguros! Estaba refeliz! Día más que completo!





















Se fue el sol y se fueron los canguros a dormir. Bird prendió un bonito fuego en la chimenea y también se fue a su cama. Yo me quedo escribiendo hasta que el sueño me venció…




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