Para salir del desierto, ni intentè volver a hacerlo por tierra, mucho menos a dedo. Me subì al correspondiente avioncito y en 3 horas estaba en Cairns, en el Nordeste australiano, frente al océano Pacífico.
Lo de las tres horas es un decir, porque en este país tienen tres husos horarios, por lo que debì atrasar el reloj una hora y media, o sea que casi lleguè a la misma hora que salì. Estos cambios le producen a tu cuerpito un considerable desorden que implica que nunca sabès si ya es hora de comer, de dormir, o què! Lo cierto es que ese día me la pasè bostezando, y cuando me senté en un parque a mirar los mapas, me quedè profundamente dormida por otras tres horas.
Cairns es una ciudad mediana, amigable, fácil de recorrer, con una larga costanera pero sin playas. A cambio tiene en pleno centro la “Lagoon”. Es un gran embalse de agua de mar, absolutamente limpia y filtrada, a modo de gran piscina pública, con fuentes y arena alrededor, en medio de un gran parque. No tiene rejas ni barandas, y es libre y gratuita para todo el mundo, locales, turistas e incluso son bienvenidos los aborígenes. Hay vestuarios y parrillas (Barbacoas) con mesitas y techitos para la sombra, todo en perfecto e impecable estado. No ves guardianes, ni policías, ni custodios de nada. Solo dos lindos ejemplares de jóvenes bañeros observando desde una plataforma elevada.
La mitad de los habitantes se encuentran sumergidos todo el día, disfrutando el frescor ante el clima agobiante. La otra mitad, se encuentra en el shooping con el aire acondicionado a full, como para freezar vacas enteras.
También hay un bonito puerto con yatches de lujo, cruceros que llegan desde otros continentes, y las embarcaciones que te llevan a bucear en la gran barrera de coral.
Para mi sorpresa, vi que de una de ellas bajaban cientos de personas tras haber pasado el día a bordo o en alguna de las tantas islas mas o menos cercanas. Y de otra embarcación, otras tantas! Luego averiguè que cada barco, transporta trescientas personas, ¡como un avión! Y que hay veinte compañías que salen a diario. Ergo, seis mil personas, sin contar los veleros particulares, visitan este paraíso cada día.
Hay infinitas agencias de turismo en los alrededores, con muchachitas en la puerta tratando de atrapar clientes con supuestas ofertas.
Por supuesto, me dejè atrapar. No me lo iba a perder! Pero para entonces, ya tenía claro que no lo haría en masa con los barcos que acababa de ver. Me imaginè una tripulación tratando de divertir a los pasajeros con tontos shows, y que al momento del snorkel, vería más patas de rana que pececitos de colores.
Me tomè mi tiempo para averiguar alternativas, hasta que dì con una agencia que te vendìa la excursión en un velero de lujo, exclusivo para treinta y seis personas, con una bióloga a bordo que nos daría una clase del origen y vida de los corales, incluìan desayuno de bienvenida, frutas y café todo el día, almuerzo con menú vegetariano, y copa de champagne al cierre del día.
Por supuesto que era un tanto más caro que los otros pero las diferencias, bien valían la pena. Con un poquito de insistencia logrè un buen descuento en cash y me hice con el merecido ticket para dentro de dos días.
Ya tenía pensado ir al día siguiente a la selva subtropical de Kuranda, un pequeño pueblo en las montañas cercanas. Es otra de las atracciones de esta región. Se llega en un antiguo tren histórico que atraviesa túneles y cornisas a través de bosques centenarios, donde también te sirven exquisiteces y pagàs lo que vale! El detalle es que la ruta de vehículos corre paralela a las vìas y puedes hacer el mismísimo trayecto en colectivo local (dato que obviamente no led cuentan a los turistas) por un dècimo del precio del tren. Adivinen què elegí.
Para completar el combo del viaje, puedes regresar bajando de la montaña en una cabina vidriada como un globo que corre por un alambre carril, y en solo nueve minutos pagas como si de ir a la luna se tratara. También puedes regresar por un senderito boscoso, con cascaditas, puente sobre el rìo, y pájaros que te cantan en exclusiva, ya que por ahí no va nadie. Imagina cual elegí!
Cada cual disfruta a su manera. Y el gozo que a mì me produce el silencio sonoro del bosque, no se consigue con plata.
El pueblito en cuestión resultó una aldea con hippies de los `60, con un mercadillo de comidas saludables, varios puestos de masajes, tarot, ropa hindù, sahumerios de incienso al por mayor, souveniers varios y música regaee por sobre la escena colorida de entusiastas vendedores.
Me sentí tan feliz tras mi caminata boscosa, que en el puesto de una brujita linda me comprè un par de aritos de hadas, y un heladero chileno, me regalò un helado en cucurucho, ja!
Al seguir caminando me encontrè con dos opciones: o visitar el mariposario o el santuario de koalas. Gran duda!
Ya habìa estado en otros maravillosos mariposarios y por supuesto me encantan! Pero no es tan frecuente encontrar koalas por el mundo. Me peleè dos minutos con la idea de pagar la costosa entrada a un zoo (de santuario nada!) pero lo cierto es que son muy difìciles de ver en estado silvestre en bosques impenetrables. Negociè conmigo misma de no pagar extra para la fotito dàndole de comer, y entrè.
Estaban durmiendo entre las ramas de àrboles secos, cuasi artificiales, pero sus dulces caritas somnolientas, te hacen olvidar cualquier queja. Un ventilador de fondo y una manguera salpicadora acompañaban el recinto enrejado. Dolor y ternura a la vez, como la vida misma! En fin, me dì el gusto de miles de fotos propias y alguna que otra pirueta.
Cerrè el día con una buena relajación en la Lagoon, con el agua tibiecita y el alma desbordante de placer.
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