A las 6 de la mañana (ya hablé de lo sacrificada que es la vida de los viajeros) intentando evitar el calorón del día, ya estaba paradita en la rotonda de salida de Kalgorlie.
Camionetas 4 x 4 con los logos empresariales de las minas pertinentes, las largas antenas rebotando en el frente y las patentes con signos desconocidos, pasaban a toda velocidad en todos los sentidos. Otra que las moscas!
Camiones abrochados en trencitos de tres y cuatro vagones cargueros temblaban el pavimento con su paso pesado y victorioso.
Grúas y volquetes gigantes, y otros indescriptibles vehículos mortales se dirigían a sus respectivos puestos de destrucción (algunos lo llaman producción, en fin…)
Algunos me saludaban con la mano en alza, más en sorna que amabilidad, desconociéndome desde sus cabinas de grandes faros y cornetas. Todos, sin lugar a dudas, sorprendidos y sin posibilidad de detenerse ya que las computadoras los controlan desde anónimas oficinas a la distancia, el tema de los seguros, el machismo, etc.etc…
Pasó una hora y mi honor comenzaba a desesperarse. El sol ya quemaba mi nuca y las moscas no deban tregua.
Mi promedio de dedo en alza es de máximo 10 minutos, por lo que algo no estaba funcionando.
Revisé mentalmente mis opciones y no tenía ninguna otra hasta el día siguiente que salía el tren de regreso a Perth. Ergo, no tenía otra cosa que hacer, que mantener mi voluntad firme, y en lo posible, con mi mejor sonrisa!
Pasó otra hora y la espalda ya empezaba a cursar recibo de estar tanto parada, encima en el declive pedregoso de la banquina. Había decidido ponerme la campera fucsia, a pesar del calor, para tener los brazos tapados (No más sol ni moscas en esa zona). De paso estaría coloridamente más vistosa, aunque ridícula con la alta temperatura.
De repente, y cuando ya lo daba por perdido, frenó una camioneta.
Corrí a la ventanilla a preguntarle para donde iba.
-“Laverton!”- me contestó en un inglés inentendible.
-“¿Me puede llevar?”- pregunté aún desconcertada con mi suerte. Les recuerdo: Laverton está a 450 kms. de donde estaba parada en ese momento.
Me hizo seña afirmativa con la cabeza y yo volví a chequear su aceptación, señalándole mi destino en el mapa que portaba en mi mano desde la mañana, no sea cosa que haya entendido mal. O él o yo.
Me hizo señas de que pusiera mi valijota en la caja trasera, la cual tuve que destrabar con unos precintos muy duros y alzarla en vilo con sus 10 kilos de peso. Él ni se movió de su asiento.
Me acomodé en la cabina, le agradecí tres veces y traté de establecer una conversación amena. Inmediatamente me di cuenta que no le entendía nada, su australiano era más que legítimo, cerrado, veloz y con palabras apocopadas. Lo peor es que él también se dio cuenta que no le entendía nada, aunque se lo tomó a risa.
Un gran abismo de silencio se interponía a lo largo de las horas… el aire helado de la refrigeración (por suerte me había dejado puesta la campera) habitaba entre nosotros.
La ruta recta, gris monótono entre la tierra roja y arbustos achaparredos, nos alejaba de las minas de Laverton para inducirnos en la sequedad del desierto.
Se me cerraban los ojos por el reflejo luminoso del sol, por la amanecida tempranera más el aburrimiento o el hambre. También se me cerraba la garganta y cada tanto mi tos ronca rompía el silencio. Cada tanto él me sonreía, como asegurándose que yo estuviera tranquila.
Yo me sabía, como siempre, más que protegida. Cero miedo a cualquier escena de película, aunque el escenario vacío de otros humanos, ameritaba para una tragedia.
Como a las dos horas, se detuvo en un pueblo mínimo y me ofreció un café. Acepté gustosa.
Volvió a sonreírme. Le faltaban unos cuantos dientes, aunque su mirada era de una ternura increíble.
Retomamos la marcha y las ganas de conversar. De a poco, algo poco logré entender. Me dijo que iba a entregar algo a Laverton, que estaría una hora y que luego regresaría por la tarde. Que si no conseguía aventón para seguir a Ayres Rock, se ofrecía a llevarme de vuelta a Kalgoorlie. La oferta resultaba tentadora, en vista del “fin del mundo” en el que estaba sumergida. No logré entender qué era lo que iba a hacer a ese pueblo, pero no era momento para más curiosidades. Resultó que de alguna manera, él me estaba protegiendo a mí.
Al rato abrió una heladerita y me ofreció un yogurt. Podía elegir: o de mango o de frutilla. Yo trataba de darle charla para que no se duerma, ya que el camino no hacía ni una curva para mantenerte despierto.
Cada tanto, unas flores amarillas como soles, se hamacaban en los ramajes resecos, a poca altura, en los arbustos linderos, logrando mis exclamaciones maravilladas. Él sonreía, sin entender mi admiración.
En un momento, la tierra roja se tiñó de púrpura. Eran unas florecillas mínimas que la alfombraban con la belleza de lo sutil. No me animé a pedirle que detuviera su vehículo para tomar unas fotos. Evidentemente estaba más apurado que yo.
Enseguida, a lo largo de unos cuantos kilómetros, unos plumerillos lilas, nos saludaban con su balanceo al son de la brisa. Yo extasiada, disfrutaba de un recorrido inesperado.
Tras cuatro horas, llegamos finalmente a Laverton. Una rotonda, un surtidor de nafta, un galpón a modo de almacén, la flecha indicando el hospital y la escuela, un hotel marchito, el “Visitor Centre”, donde me dejó para averiguar sobre el permiso de tránsito, y el Bar! Eso era todo el mentado Laverton. ¿Seis manzanas? Con suerte!
Él iría a hacer sus cosas (¡?) y cuando terminara, se fijaría si yo estaba todavía por ahí, o si decidía regresar…
Agradecida y entusiasmada, nos despedimos. Me pidió el teléfono, por cualquier cosa… Me seguía cuidando.
En el Visitor Centre se sorprendieron de mi llegada y me informaron que todo estaba ok. en el camino, que necesitaba los datos del vehículo en el que viajaría y que debía hacer todo el trayecto hasta Ayres Rock con el mismo y en menos de tres días, antes de que se venciera dicho permiso.
Que últimamente no pasaban muchos autos por ahí, sólo los de las mineras, que no podían llevar pasajeros, que llevara mucha agua y comida suficiente porque no había “nada” para comprar “nada”, y que podía esperar ahí sentada, en la terracita de la entrada, a la sombra. Que si llegaba alguien con vehículo apropiado, lugar disponible y voluntad de enganchar una pasajera, me avisarían.
Al rato paso Dale a saber mi decisión. Enarbolando la esperanza, rechacé su ofrecimiento y volvimos a despedirnos. Volví a sentarme con los ojos clavados en el horizonte vacío, mientras su camioneta se convertía en un punto ya casi invisible.
A las 16, 30 me avisan que van a cerrar. Era obvio que nadie pasaría más tarde, y que debía pensar en donde quedarme a dormir para intentarlo al día siguiente. Me recomendaron ir al bar a hablar con los choferes de los vehículos mineros, a ver si alguno sabía de alguien que viajara en “los próximos días…” (NO! YO quiero mañana, sin falta! No tengo tiempo que perder! ¿Qué creen que puedo hacer YO en un pueblo como éste? -pensaba para mis adentros)
Por supuesto en el bar se juntaban todos a beber cervezas tras su jornada laboral. Ya todo el pueblo sabía de mi presencia y de mi “loca” idea de ir hacia el Norte…
Algunos me recomendaron poner avisos en grupos de Facebook, otros me desalentaban con la realidad de sus experiencias, otros ponían cara de admiración y coraje, aunque los más desestimaban mis preguntas, más interesados en sus bebidas que en mi ayuda.
Pero…. Resultó que mis angelitos me tenían guardada una sorpresa: el chico que atendía el bar, Ricardo!, era peruano. O sea, hablaba español! Enseguida sentí su amparo y comprensión cuando me ofreció compartir su cuarto por esa noche, ya que el hotel salía una fortuna y estaba lleno. (Los mineros se reproducen como los conejos, todos con chalecos fosforescentes y mucha plata en los bolsillos)
Lejos de ser prejuiciosa, acepté gustosa, sólo debía esperar que terminara su turno de trabajo a las 21 hs.
Me quedé en la calle mientras el frescor de la noche reparaba el caldero de la tarde.
Varios grupos, familias desparejas o de a tres o cuatro personas, de aborígenes originarios andaban revoloteando por allí. No logré entender si estaban enojados conmigo o entre ellos. De a ratos se gritan o pegan manotazos, de a ratos me preguntan a mí a lo lejos, que hago ahí?
No sé si están borrachos, o es un enojo crónico. Ya lo había notado en otras ciudades. Quizás no había tenido tantas horas de observación como esta tarde. Lo cierto es que la discriminación blancos/negros es brutal. No hay mestizos ni medias tintas. No se les permite la entrada al bar. Ellos no mandan a sus hijos a la escuela. Ninguno trabaja porque reciben todo del estado: casa y comida. Deambulan por las calles sin ningún objetivo concreto o duermen en las plazas dejando transcurrir las horas.
Bueno, a estas alturas, ellos pensaran lo mismo de mí, ahí parada, ja!
A las 21.05 llegó Ricardo a su casita con una pizza en un brazo y cerveza fría en la otra mano. Imposible negarse a ese manjar en buena compañía a pesar de que se me cerraba el intelecto bajo las pestañas desobedientes. No sé quien estaba más contento o agradecido. Él por recibirme o yo, por recibir cobijo y comida rica.
Charlamos de viajes -para variar!- y me quedé dormida con la ilusión apretada en la almohada.
Duchita madrugadora y de nuevo a la dulce espera en el Visitor Center. Él a su trabajo en el bar como esclavito bien cotizado. Otro que goza de su visa a cambio de su vida. Otro que sarna con gusto a plata (oro) se aprecia por demás!
Las horas matinales pasaron con la lentitud del sopor reinante aunque con la esperanza en alza, segura de mi objetivo y de la ayuda angelical.
Charlaba con unos y con otros que se acercaban a la oficina, curiosos algunos o bien por mera distracción, como si una obra de teatro yo fuera. No los culpo, hay pocos bichas raras como yo… en fin…
Para las 14, ya la angustia me empezaba a invadir las tripas.
En eso Dale me manda mensajito para saber si había logrado cumplir mi objetivo (por escrito le entendí mejor). Ya se habían cumplido 24 hs. de mi llegada a Laverton. Parco aunque sentido, me deseó buena suerte.
La angustia seguía avanzando. El silencio y el vacío también.
Debía tomar alguna decisión, no podía quedarme allí para siempre. No podía invadir el cuarto de Ricardo con la presencia de esta “nona” intrusa. No había ninguna posibilidad de que alguien apareciera a esa hora. Si por Milagro apareciera un vehículo, además debería tener lugar y estar dispuesto a acarrear una vieja… (ya me estaba desmoralizando…)
Debía pensar rápido. De a ratos me decidía a intentarlo al día siguiente. De a ratos me decía que mañana haría dedo en sentido contrario, de vuelta a Laverton. Pero…¿y ahí que haría? Otro pueblo fantasma cuyo desfile minero me secó el estómago. Los latinos muy amigables, de hecho mandaban mensajitos preguntando cómo seguía la historia y dándome ánimos, pero lo cierto es que allí tampoco me podía quedar a vivir. Volver a Perth implicaba espera el tren en Laverton recién en dos días más 7 horas de tren… ¿y qué haría en Perth? La ley del viajero (o la mía propia) es no volver jamás la vista atrás (tampoco los pies) como la estatua de sal de Lot.
El sol bajaba y la incertidumbre subía.
Ávida de respuestas, caminé hasta el surtidor de nafta, como si de una estación de servicio se tratara. Nadie por allí, nadie por aquí.
Caminé hasta el aparcamiento de caravanas, con la esperanza de encontrar algún viajero. Pero no, las carretas allí estacionadas, estaban mohosas con yuyos resecos entre las llantas desinfladas, por largo tiempo detenidas en el olvido y ocupadas por los mineros de menores recursos, que obviamente sólo irían a trabajar, como último y único destino.
No me quedó otro recurso, que avergonzada, pedirle asilo a Ricardo por otra noche más.
Me lo otorgó muerto de risa y sin más! Esa noche trajo milanesa de pollo a la napolitana y otra cerveza. Olvidé mi vegetarismo y le hinqué el diente con la frustración anudada entre las lágrimas.
De repente me acordé! Sabía que en las afueras del pueblo -aunque sonara ridículo- había una pequeña pista de aterrizaje que usaban los mineros en emergencias. Debía averiguar si aceptaban pasajeros. ¿Adonde vuelan?
Me dormí entre la duda y la aceptación del volantazo que debía dar urgententemente.
A primerísima hora conseguí el teléfono de “la señora que se ocupaba de eso”. O sea, la que te informa, te vende el pasaje, te recibe la valija, la sube a la avioneta y cierra la puerta.
Estaba de suerte! Sólo vuelan los miércoles a las 10 de la mañana. A Perth.
Eran las 8.00 am., deme un boleto, por favor.
Cerré el trato conmigo misma, con la humildad de saber que lo había intentado todo.
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