viernes, 21 de febrero de 2025

Yogyacarta y Boronborum

 Dejar mi casita balinesa en Amed me costó un poquito. Uno enseguida se acostumbra a lo bueno!


Y los viajes son un continuo ejercicio al desapego, así que a guardarse las lagrimitas para cosas realmente importantes, y a seguir viaje! Moto mediante…

Solo 100 kms. me separaban de Lovina, siguiente posible destino, otra playita mirando al Norte, famosa por el avistaje de delfines.






Tras cuatro horas de pozos y coscorrones en mis glúteos, al arribar, me di cuenta que sería la misma historia ya aprendida en Zanzibar. Centenares de botecitos aguardando a los turistas, para luego de “cazarlos” ir mar adentro a perseguir a los pobres animalitos. Ni una cosa ni la otra me sientan bien, así que decidí seguir de largo.

Otras tres horas en otra motito hasta el ferry que te cruza un estrecho de océano, dejando Bali atrás, para pasar a la isla de Java.









Para los locales, es como un simple colectivo, pasan a diario por razones laborales o familiares, para mí, fue lo mejorcito del día. Esto de dejarse mecer una hora y media en el vaivén de las olas, dejando la vista fluir en un horizonte incierto…

Al llegar al puertito del desembarco, fui directo a la estación de tren para asegurarme el pasaje para el día siguiente para Yogyarta, la 2° ciudad más grande y más poblada de Indonesia.



Pasaje en mano, búsqueda de un hotelcito simple cerca de la estación, cena de arroz con verduritas, y a dormir! Basta para mí!




Uia! está mi banderita colgada del techo del hostel, que alegría inesperada!




Llovió toda la noche. A la mañana bien tempranito -a las 7 arrancaba el tren- debí surfear el barrial de las dos cuadras que me separaban de los andenes, arrastrando mi valijota, cuyas ruedas están a punto de declararse en huelga permanente.

Me tocó en un compartimento de 6 personas, 3 y 3 enfrentadas. Al principio estaba sola, pero en la siguiente estación subió Daiana, una alemana algo más joven que yo, viajera y soñadora, con la que conversamos un montón. Luego el tren se llenó. Éramos las dos únicas blancas en un mundo de oscuritos (¡?). ¿Cómo definirlos? Los Indonesios no son negros, tampoco amarillos como los orientales de China o Japón, son un mix aceitunado que cuesta definir. En definitiva, son "marrones"!, como lo son los peruanos, los bolivianos, los salteños, y tantísimos latinoamericanos de origen más "indio" que los argentinos descendientes de los barcos.





¡Qué ruin criterio tenemos los occidentales al decir "color piel"! Como si la "nuestra" fuera el patrón universal, la blanca, la clarita... ¡Qué ignorancia por favor! Basta salir a recorrer el mundo para ver la diversidad de "pieles", de rostros, de ojos, de cuerpos, de andares, de cabellos, de vestimentas, de gestos, etc. etc.etc.. Aunque todos, y digo TODOS!!!! con un denominador común en la mano: el bendito celular! A veces negro, plateado, con funditas de colores o dibujitos por piel, como una extensión ya concebida en nuestros brazos. Ese aparatito logró globalizarse desde el más humilde de los mortales a la reina de Java! 











Ok. volvamos al aquí y ahora...

A medida que dejas las zonas turísticas, es más difícil comunicarse, pocos hablan inglés. Aunque con su buena voluntad, a todo te dicen que sí sonrientes. El problema es cuando tu prregunta es una duda entre dos premisas, y ellos siguen insistiendo con su “Yes, Yes, O.K!” nada sacas en limpio.

Daiana dejó el tren a mitad de mi recorrido. Ella iba a hacer un treccking a no sé que volcán, pero yo ya no quiero más dejar el alma en las ascendidas a los volcanes. Con el de Etiopía, me alcanzó para el recuerdo perpetuo de todos los de su especie. Éste parece ser famoso por lanzar llamas azules, por lo que la caminata arranca a la medianoche, y con una linterna clavada en la frente ascendés hasta la cumbre, debiendo arribar antes del amanecer, sino, perderás el efecto de las llamas en la oscuridad. En mi mentalidad sencillista, enseguida me representé la vulgar hornalla de todos los días con la luz apagada de la cocina. Sería no tan heroico, pero fácil de contemplar, ja!

Volvamos al tren. Delante mío tenía una mujer musulmana que no dejaba de mirarme a través de su gurca. En un momento me animé y le escribí un mensajito en mi celular con el traductor pasado a su idioma: -”Lástima que no sé hablar Indonesio, tendría tantas preguntas para hacerte..”

Se sonrió al leerlo y escribió en el suyo: -”Yo también! Lástima que no sé inglés”

A partir de ahí fueron dos horas de traductor va, traductor bendito San Google vuelve. Hablamos de mi libertad como mujer que viaja sola, y de la imposibilidad de un divorcio en su religión. Me habló de sus hijos y de lo rudo que era su marido. Que ella no lo eligió, sino que su familia “la casó” a los 18, sin ninguna opción.



Nos mostramos fotos de donde vivíamos y entre una cosa y otra, llegamos a Yogyacarta.

En otro mototaxi, fui directo al hostel que tenía seleccionado. Cada vez tengo más práctica en esto de saltar sobre el asientito y acomodar mis bártulos sobre la falda, entre la espalda del conductor y mi pecho. Aquí ves cada moto transportando cosas tan inverosímiles como gigantes. Desde jaulas con gallinas, colchones, armarios, y por supuesto, no menos de tres personas, incluso con bebés o niñitos pequeños. El casco lo usan apenas el 50%, muchos van fumando y todos mirando mensajitos en el celular.



El hostel vacío para mí sola! Con un simpático recepcionista dispuesto a darme datos para mis recorridas para el día siguiente: el palacio del Sultán, el castillo de las Aguas, el barrio chino, y el templo Borondurum, meca por la que había ido hasta allí.

Intenté unas hamacadas en el jardín pero el sueño me venció. Tampoco llegué a disfrutar de la pileta bajo un árbol precioso, a pesar del calor. La cama me llamaba inexorablemente…


Al día siguiente arranqué temprano, con la fresca, y toda la buena energía. Primero hacia las murallas que encierran el centro antiguo, con su plaza principal, donde turistas locales (no europeos) disfrutaban paseos en carritos, sulkies y una especie de toc tocs con asientito adelante con capota. Todo más que primitivo y en estado de franca decadencia. 












Los puestitos callejeros, única posibilidad de alimentación, dan pena y asco a la vez. Imposible elegir algo de sus estanterías, por así llamar a los cajoncitos exhibidores. No me preguntes que venden, ni qué come la gente, porque para mí son paquetes indescifrables -con rótulos inentendibles!- de diversos chizitos o gomitas de colores flúor, o raíces de plantas, cáscaras de cortezas, semillas como especies, bolitas fritas más que amenazadoras de descomposturas y otros envenenamientos, como pedacitos de pollo embebido en una sopa gelatinosa y oscura. 





Lo único que distingo son las botellitas de agua mineral que por cierto las necesito a cada rato, por el calor en aumento. La gente come sentada en unas alfombras que ocupan la vereda misma, sin mesas ni bancos, mucho menos cubiertos.

El ambiente era festivo, todos sonríen, pero yo no conecto, soy sapo de otro pozo.

Creo que en estos últimos días he perdido algo de mi brillo inicial, no me sorprende ningún ángel, no pasa nada interesante… mi mente salta de Indonesia a La Angostura, en un sin fin de angustias y diálogos imposibles…

Trato de mantener mi entereza y convicciones, sentirme protegida y confiando en la Justicia Divina. Pareciera ser que este nuevo desafío es para ponerme a prueba una vez más. Debo sostener mi calma, y en lo posible mi alegría. ¡Vibra alto! -me advierte una amiga y convoco al amor de quienes me acompañan …

Los palacios en ruinas resultaron precisamente eso, ruinas! en su propio y deplorable estado.















Para el mediodía, ya completamente derretida, dudaba si volver a la pile del hotel y dar por concluída las visitas a esta ciudad, o hacer el esfuerzo de ir al barrio chino. Ando mirando valijas porque mi fiel pequeñita ya viene avisando su fin. Veremos… le tengo mucho cariño como para jubilarla antes de su muerte definitiva, ja!

También quería encontrar algún mercado, comprar fruta y verdura, algo fresco! Aquí no se encuentra ni pan ni queso, sólo arroz!

Las bananas están siempre negras, las naranjas siempre verdes, no hay manzanas, las mandarinas pequeñitas dan lástima. Los mangos nada atractivos con manchas inciertas, tomates musgosos y verduras verdes que no sé con qué agua lavaría. Papas al por mayor pero no tengo donde cocinarlas, en fin… sé que estoy bajando de peso, pero me niego a comer pollo o cajitas de nuddles chinas,

Hoy me animé a comprar la fruta del dragón, que resultó, después del mini curso de pelado, super apetitosa y muy rica. 




La adoptaré. También encontré papayas a punto. Y melones, aunque pesados para cargar en la mochila, ja! En fin, sobreviviré!



De vuelta me agarró la lluvia, solo que esta vez no paró. Esperé más de una hora parada en un portal, pero en vista de que iba para largo, decidí caminar empapándome -obvio no tenía paraguas ni pilotito- Al fin y al cabo, estaba deseando la pileta, ja! Lo que se llama, una buena ducha, ja!








Ültima mañana en Yogyacarta: me levanto termprano para ir a tomar el bus al Borundum Temple. Llamo a una mototaxi para ir hasta la bus station, pero cuando llegamos, me dicen que ya no salen de ahí, sino de otra, pero que no saben el horario. Todo eso explicado Google Traductor mediante entre cuat6ro o cinco personas intervinientes en el infructuoso diálogo y ocupando m´s de nmedia hora. Finalmente otra mototaxi me llevó a otra terminal y allí tampoco era. Indignada dí por perdido el día y y me dispuse a tomar el tren para Jakarta, la capital de Indonesia, cuando un señor muy amable y en perfecto inglés, se unió a las cavilaciones con otro taxista de toc toc que se mostraba seguro de donde salían los micros. Entre ambos decidieron que me subiera al cochecito y me dejara llevar. Perdida por perdida, y bastante angustiada, volví a aceptar.



El Borundurum es el más grande templo budista en Java, famoso por las mil cuatrocientas estatuas del Buda, figura en todas las guías turísticas del país, está a 40 kms. al norte de Yogyacarta, y aún así, parecía un perfecto desconocido para todos los taxistas.

Evidentemente los turistas “normales” solo contratan excursiones en agencias y no se preocupan ni donde quedan los lugares, ¿a nadie se le ocurre ir por libre como a mí? Por otro lado, esta vez, ni se me ocurría intentar llegar “a dedo” como hubiera correspondido en cualquier otro caso, ya que aquí las rutas no son rutas sino calles zigzagueantes que cambian de sentido cada dos por tres, un laberinto de incógnitas sin nombres y menos en un idioma tan extraño para mí.

Lo cierto que el nuevo chofer del toc toc le daba y le daba al pedaleo y no llegábamos nunca a ninguna terminal de nada. Ya habíamos salido de la ciudad y merodeaba por suburbios anegados con rumbo incierto. Ya había pasado más de la siguiente media hora, hasta que ya rendido, me trataba de explicar, en su incomprensible lengua, lo que yo ya me había dado cuenta: “No sabía donde era”. Obvio!

Me quería dejar ahí plantada en medio de la nada, ni atinaba a cobrarme.

En eso apareció, como mandado del cielo, un muchachito que bien que mal entendía inglés y entendía el Google map de mi teléfono. Desde el de él, con la aplicación Grab -tipo Uber- me consiguió un taxi directo al templo. Salió carísimo, pero al menos, salí del barro y llegué!

El lugar enorme, rodeado de bellos jardines y estanques de irupés en flor, me dieron , finalmente, la bienvenida. Recorrí lo que mis piernitas y el calor me permitieron, ya que es una construcción piramidal con escalones de piedra altos y discontinuos durante los ocho niveles que va ascendiendo, aunque en definitiva más de lo mismo. Espectacular vista de la cumbre, dicen! Porque no llegué, ja!












Ya saliendo, me encontré con una argentina! Otra mujer de mi edad viajando sola, pero en sentido contrario. Ella llegaba de Jakarta e iba para Yogyacarta y luego a Ubud en Bali… breve pero lindo encuentro.

Por mi parte, y ante los truenos amenazadores del día, me fui directo a la terminal de micros de Borondurum en otro toc toc. Lo de terminal es un decir, porque era una sucesión de ranchos donde debías adivinar dónde era la boletería y tratar de entender y hacerte entender, a que hora habría un bus, a que hora llegaría, adónde, cuánto costaba, si paraba para comer, etc. Todas preguntas lógicas y razonables para mí, pero que solo obtenían un “ok.” por respuesta. Exhausta y desesperanzada, no me quedó otra que sentarme a esperar a ver que pasaba. Ya no quería volver a Yogyacarta, para eso me había ido con todos mis bártulos.

Según el recepcionista del hotel de la noche anterior, el micro pasaría por ahí a las 15 o 16 hs. Eran las 14, y yo sin más respuestas.

Empecé a prepararme una palta que había conseguido en una puestera sentada en el piso, cuando apareció un modernísimo micro con el cartel de Jakarta. Ni lenta ni perezosa, guardé mi cuchara y empuñé el traductor del teléfono.

Resultó que el chofer casi no sabía ni leer, pero otro pasajero me ayudó a develar las incógnitas. Ése era el micro correspondiente! Estaba adelantado una hora y como era la única que lo esperaba, me subió y salimos andando. Nunca entenderé cómo funcionan las cosas acá.

Lo cierto es que ya estoy en viaje!

Veré cuando llegue, cómo sigue esta historia….




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