lunes, 2 de junio de 2025

Luppo de Giant

 No tuve más remedio que volver a pasar por Hanoi para tomar el micro con destino a Ha Giang, otro de las afamadas mecas de los viajeros. Es al norte, entre las altas montañas.


Altísimas! -diría yo. Y bellísimas!!!, ya que están absolutamente cubiertas de verdes maravillosos, surcadas por una infinitud de caminitos laberínticos que unen pueblecitos diseminados como semillas al viento por las laderas.




Estos caseríos son el hábitats de las últimas etnias originarias de población vietnamita, con todas sus tradiciones, sus vestimentas típicas, sus labores, sus lenguas, sus ritos y sus comidas.








Lamentablemente la explotación turística ha llegado también hasta aquí, y ahora son decenas las empresas que te venden la excursión de aventura en moto para recorrer el luppo, o sea el anillo (no sé de donde le viene esa traducción, pero algo así como un recorrido circular).







Por supuesto, yo también piqué el anzuelo… pero a mi manera.





Lejos de contratar la excursión de tres días, dos noches, con visitas a las aldeas -cosa que me parece deplorable como ya lo experimenté en África. Esto de verlos como animalitos de zoológico no me va- me fui por las mías, esto es, el micro local, a un hostel alejado en la montaña y después vería…

La otra variante es alquilarse una moto en la ciudad y hacerlo por uno mismo. Para mí no era una opción: primero la precaución de la falta de práctica (ojo no es miedo, es cordura!) y la otra es la falta de la licencia internacional para conducir, y dicen que aquí los polis se hacen la torta de multas afiladísimas. No me iba a arriesgar en nada. Primero la calma, luego la dicha.

Lo cierto es que para cuando llegué al hostel, no me hubiera querido mover en diez días. Un lugar precioso, al borde de un río pedregoso y cantarín, con una cascada de fondo, rodeado de una lagunita llena de irupés lilas naciendo y cientos de pececitos anaranjados escondiéndose entre sus raíces. Un par de gatos mimosos, cuatro perros mansos, y la familia del dueño atendiendo a los pocos huéspedes: una pareja francesa, otra suiza, un hindú, un alemán, un británico y aquí, la argentina. Todos motoristas experimentados, aguardando que paren las lluvias para encarar otro tramo del recorrido. Compartimos unas cenas de grata camaradería y aproveché los días para leer el manuscrito de una entrañable amiga con la que me había comprometido. El tiempo y el lugar perfectos!





Disfruté de tres días de pausa.

Finalmente pacté con la esposa del dueño, que ella me haría la vuelta en un día y volveríamos a la noche a dormir al hostel. Perfecto! Acordado!

Partimos 7.30 am. con el día ya despejado y todas las ganas. Liang manejaba como una experimentada piloto fórmula 1, ja! No había piedra ni hoyo que se le interpusiera. Yo iba atrás al rebote puro, manteniendo el equilibrio como si supiera, con los ojos del alma abiertos a la grandeza de semejantes montañas, a cada curva la maravilla de una composición de los dioses, cielos y grutas enlazados en la majestuosidad de un paisaje imponente. 























Cada tanto te cruzabas con malones de motos “de turistas”, con banderas y pancartas anunciando la empresa a la que pertenecían, o haciendo paradas en los miradores-cafeterías en lo alto de algunos peñascos, o sea, consumo más consumo a la enésima. Me felicité de no haber caído en esa trampa.

Mi chofera personal me llevó a conocer una viejita tejedora, de apenas hermosos dulces 96 añitos! Que fue un primor. El pulso con que dibujaba las líneas de cera para el batik de unos almohadones, me dejó cautivada. Lo mismo que su sonrisa y la serenidad de su mirada. Creo que además del paisaje, fue lo mejor del día!

Liang me invitó a almorzar en otro pueblito, donde recuperó fuerzas porque la verdad que manejar por esos caminos pedregosos y barrientos, es toda una aventura de concentración y destreza.




Otra familia amorosa nos sirvió los platos mientras su bebé de ojitos chatos se trepaba por mi regazo y ponía sus manitas en mi cara blanca. Su mamá, avergonzada, trataba de disuadirlo, pero la verdad que a mí no me molestaba y me parecía de una ternura linda de gozarme. Ahí lo dejé “reconociéndome”, ja!

Luego del almuerzo fuimos hasta una cascada cercana. Los 40° C a la sombra ameritaban el chapuzón, pero ni Liang ni yo habíamos previsto las mallas. Cuando nos disponíamos a tirarnos en calzones, llegó otro malón de motoristas prepotentes y desistimos. No por vergüenza, sino por privacidad de retener el encanto del sitio vacío.

Seguimos andando por el laberinto de caminitos que se entrelazan con las terrazas sembradas de arroz. Un verde tan brillante como un milagro los alumbra sin escatimar belleza y resplandor. Algunas vacas pardas, con cuernos en sus sienes y terneros en sus ubres, cruzaban parsimosas el camino cada tanto, seguidas por un pastor lento, caña en mano y paz en la mirada…

La tarde empezó a pesarme, los moretones en mis escuálidos glúteos requerían el fin de la odisea, ya me daba más que por conforme. Le agradecí a Liang una y mil veces su manejo y su compartir. Ella, orgullosa de sus tierras, seguía mostrándome cimas y riscos, laderas y arroyos, en un sinfin de curvas y remolinos verdes y amarillos, dignos de Van Gogh.

Vietnam bien tiene con qué cautivarte…




Volvimos a su casa, mi hostel de esos días, justo en el instante en que un feroz aguacero se desprendió de las nubes negras que nos venían persiguiendo.

Alcé los ojos y le guiñé a mis angelitos por el favor de habernos acompañado y esperado hasta ese preciso momento.

La cena ya estaba bien dispuesta y la ducha calentita también. Otro día de Gloria para AGRADECER...








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