miércoles, 11 de junio de 2025

Tibet

 Con la puntualidad japonesa, después de 42 horas de marcha, el tren llegó en el minuto indicado: 7,37 am.


Hacía un rato que ya todos andábamos cerrando bolsos, completando el aseo matinal, y despidiéndonos como si nos importara.

Para variar, la estación gigante! Éramos miles saliendo como escupitazos de los vagones.

Tuve que volver a arrastrar mi valijota, ya que recordarán que la noche previa se me había vuelto a romper por 5° vez consecutiva una ruedita.

Llegué a la calle -previo paso por el control donde debí volver a mostrar mi Permiso de Visita- con la ilusión de por primera vez en mi vida! ver mi nombre en un cartelito de remisero dispuesto a trasladarme al hotel, tal la promesa de la agencia contratada.

Busqué a vuelo de pájaro pero no ví ningún cartel, apenas unos pocos con las letras de ellos. Miré a sus portadores, pero ninguno daba señas de estar esperándome a mí. Obvio que soy bien reconocible.

Esperé 3 o 4 minutos, y empecé a angustiarme. Recién ahí me dí cuenta que no sabía ni el nombre del hotel, ni el nombre de la empresa organizadora en Tibet (mi agencia de contacto es en España, ergo, estarían durmiendo por la diferencia horaria). Igualmente les mandé un mensaje que no me respondieron.

La angustia crecía, no podía creer que estuviera pasando.

En eso veo un hombre, camisa celeste, llegar caminando panchamente con una carpeta bajo el brazo, aunque ni me miraba. Entonces me acerco y con el traductor en mano, le pregunto si me estaba esperando a mí.

Abre la carpeta, busca unas hojas y antes que él pudiera decir algo, yo ya me había leído en el primer y ùnico renglón. Salté de alegría! Él en cambio, con toda su parsimonia, tomó mi valija y la arrastró hasta su coche. Yo ya no necesitaba más preguntas. Solo atiné a mandar otro mensajito a la agencia para que no se preocuparan. Pensè en borrar el anterior, pero decidì dejarlo para que se enteraran que su "chofer de confianza" provocaba mucha angustia al llegar tarde. (Y ni disculparse)

Por otro lado, con la angustia, empezó a estallarme la cabeza, que ya venía mareándose desde que me desperté. Sabía los efectos y los riesgos del “apunamiento”, de hecho en el Salar de Uyuni en Bolivia, lo sufrí con creces, pero eso no impidieron mis ganas de venir al Tibet.


Apenas llegamos al hotel -un lujo paradisíaco! Mejor dicho: un lujo chino, donde los dorados desbordan por todos lados, tapizados y sillones enormes amueblan un lobby gigante con jarrones, biombos y piano de cola, si supieran de los hostels que vengo..ja!- pedí colaboración para arreglar la valija.



Y apenas llegué a la habitación, otro lujo descomunal! Me tomé la pastillita que me habían recomendado: Diamox. Soy absoluta enemiga de ingerir químicos ajenos a mi cuerpo, pero esta vez tuve que hacer la excepción si pretendía disfrutar el viaje. Al fin y al cabo, no vine a sufrir en la cama.



En la habitación hay garrafas de oxígeno, que el empleado me abrió y explicó y que si quería podía meterme un tubito directo por las fosas nasales, pero por ahora, prefiero cuidarme por las mías. Mucho descanso, mucha agua y mucha paciencia… Mañana estaré mejor. De hecho, hoy estaba programado “día libre” justamente para dar lugar a la adaptación, y para que el grupo que vaya llegando se reuna recién en el desayuno de mañana. Veremos con quien me toca en suerte. Por de pronto, no me toca compartir la habitación con nadie. Tengo un super sommier de 2 plazas y media que parece para una emperatriz medieval.

Aproveché para ordenar la valija, lavado de ropita en el toilette y larga siesta…

Afuera solcito tibio, adentro, corazón contento.

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