No sé que mágica mano me trajo hasta este Paraíso, pero indudablemente que ha acertado en mis gustos hermitaños.
Estando en la asfixiante ciudad de León, una vez recorrido el centro, el mercado, las tiendas de chinos al por mayor invadiendo a los negocitos locales, la casa museo de Rubén Darío, algunas iglesias tan antiguas como barrocas, la Catedral (tapado su fastuoso frente por una carpa de lona plastificada para albergar la feria artesanal navideña, puaj!) y las adoquinadas callecitas con casas de colores, preguntádome una y mil veces: “¿para dónde sigo?”, ubiqué este hostal en un punto del Google map.
Reconozco que mi instinto olfativo me ha hecho experta en detectar “rarezas”, más allá de mis racionales intenciones. Pero mi parte creativa y fuera de la norma, las disfruta sin temor alguno.
Así es que a la mañana, emprendí la caminata hasta la parada del bus en el mercadillo. Alguien me dijo que eran cinco cuadras derecho.
Lo que no me dijo, era que eran en subida. Tampoco me advirtió del traqueteo de las rueditas de mi nueva valija (china, para variar) en el empedrado desparejo.
Cumplidas cinco cuadras, vuelvo a preguntar y recibí la misma respuesta: “5 cuadras derecho, derecho… recto!” (como le dicen acá)
Del mercadillo ni pío, menos del bus en cuestión.
- “Sí, sí doña! Andele recto unas cinco cuadras más y lo va a encontrar. Métale que sale a las en punto, cada hora”
Exhausta, aumento el ritmo siendo las una menos cuarto. Ergo, pleno mediodía a 40”C !
Mi fiel valija me seguía al ritmo del tucutucu mientras yo rezaba para que no se aflojara ningún tornillo, aunque mi mochila con la compu, me estaba destrozando el hombro derecho. Evidentemente, si llegaba a la parada, no sería a tiempo. No importa! Esperaré el siguiente, no tenía otra opción si quería llegar a la playa seleccionada.
Otras cinco cuadras -como en el cuento de la buena pipa- cuando finalmente divisé la cola del autobus estacionado frente al tan mentado mercadillo.
Era de esos largos amarillos todos desbaratados que otrora sirvieron a los escolares de USA, y ahora se arrastran como milagros vivientes entre los caminos centroamericanos.
Una pareja de belgas -o franceses o austríacos o lo mismo da: europeos 100% destacables entre los nativos locales- con sus altas mochilas de primeras marcas, se estaban introduciendo al mismo, por la puertilla de atrás. Los seguí sin vacilar ya que “ellos” siempre la tienen clara, andan con la Lonely Planet a mano cual Biblia del viajero. Sólo atiné a preguntar si era el que iba para “Las Peñitas”. -Oui, ouiu! Bien sure!… mientras alcanzábamos a ocupar los últimos tres asientos vacíos.
El calor en el interior del mismo, se sentía duplicado. El rumor de las conversaciones entre los presentes, aturdía. La música bachatosa empastaba los infaltables parlantes. Los vendedores ambulantes ofrecían sus frutas, sus melazas, presas de pollo, juguitos dudosos en sachets de nylon, galletas de papaya frita, botellitas de agua en plástico que será arrojado por las ventanillas, caramelos, pastillas, dulces, medias de nylon, auriculares para el celular, portadocumentos, set de cucharones y espátulas, novalgina, curitas varias en el rubro farmacéutico, y libritos para colorear en el rubro cultural. De todo como en botica! Todo para sentirme más que agobiada, mientras esperaba los 40 minutos hasta que el chofer decidió ponerse en marcha, con una cantidad de pasajeros de pie y hasta en el techo, que colmaba cualquier capacidad imaginada. Aquí las leyes de la física no se corresponden con las de la elegancia y la distancia como cortesía.
Creo que las más cómodas eran las gallinas que viajaban acurrucadas entre los pliegues de las faldas de sus propietarias, hasta quedarse dormidas.
El poco aire que entraba por las ventanillas, me recomendaba el ohmmm a mi paciencia deseosa de llegar a destino y terminar con ese suplicio. El problema sería para bajar en tiempo y forma, con mis bártulos propios, siendo que me encontraba a mitad de camino entre la puerta delantera y la del fondo.
Tras cuarenta y cinco minutos llegamos a mi parada, donde por suerte bajaron muchos, aunque no los suficientes como para dejarme pasar con comodidad, mucho menos, antes de que el chofer decidiera cerrar la puerta y avanzar.
Creo que lancé tal grito de “Espereeeee….”, que tal Moisés ordenando a las aguas del Mar Rojo, se abrió un surco entre las personas y como si de un pujo de parto se tratara, salí despedida hacia el exterior. ¡Al fin libre!
Una vez recompuesta mi postura vertical y segura de contar con mis pertenencias, pregunto por el camino al “Turtle Hostal”. Con un ademán de mentón, me señalan una colina a mi derecha.
-Oh noooo… otra vez cuesta arriba!- se quejó mi alma ya cansada, derretida y hambrienta. Pero que remedio? A andar nomás!…
Fueron solo unos trescientos metros, entre caseríos más que pobres y perros lastimosamente flacos. Malezas enredadas entre palmeras medio secas y bananeros algo deslucidos, todo salpimentado con el celeste de las botellas de agua deshauciadas hace tiempo.
-¿Adonde estaré yendo…?- comencé a cuestionarme aun recordando las fotos del Booking con las que me había entusiasmado.
Por suerte, la cuesta empezó a descender y las ruedas de mi valijita seguían firmes y dispuestas a rodar alegres.
En un momento, el camino se acabó.
Así de repente, sin previo aviso.
Un gigante lodazal de arenas interruptus y riachos de agua salada colmaron mi horizonte. Nada por aquí, nada por allá…. ¿And now????
Un muchachito se acerca a mi sorpresiva desolación y me consuela diciendo que llamará al botero para que me cruce.
-Es que el Turtle Hostal está en aquella isla -me aclara como si fuera obvio.
-Ahhh...- fue todo mi sentimiento ante lo inevitable.
En el booking nada decía de islas, ni de boteros, en fin, ya no tenía sentido volver atrás, sólo adelante mi valiente!
Aunque el bote adelante quedaba como a doscientos metros por una arena pastosa e hirviente bajo rayos de sol pelante sin ninguna compasión.
El botero me adivinó a la distancia y se acercó a ayudarme con mi valijita en alza que ya me pesaba por demás, ni hablar de la otra mochila!
El trayecto que me cruzó no fue ni de diez metros, los suficientes para advertirme de los cocodrilos y las mantarayas con sus colas como espadas envenenadas. Agradecí el cruce algo confundida, y seguí sus indicaciones al otro lado de la orilla hasta alcanzar la entrada al bosque donde “una carreta” me estaría esperando.
La palabra “bosque” acarició mi alma como un bálsamo de sombra fresca y segura.
En pocos minutos divisé al conductor del caballo que arrastraba un paupérrimo -aunque suficiente- carrito. Subió mis bártulos y lo que quedaba de mí con una amable sonrisa.
En ese momento me sentí como Ada Mc Grath, la protagonista de la fantástica película “La Lección de piano” en su odisea en una lejana playa de Nueva Zelanda allá por el siglo XIX. Ante esta visión, no me podía quejar de mi suerte. Al menos yo no debía acarrear con un piano!
El carromato se metió por un surco entre las matas y como por arte de magia aparecimos en una bóveda verde plena de aromas nuevos, con mariposas amarillas revoloteando alrededor de las erectas orejas del manso animal.
El acompasado traqueteo de sus patas marcando huellas en la tierra húmeda me fue meciendo en el dulzor de una bienaventuranza bien ganada.
Los resoplidos de su aliento cálido me sumergían en una nube de esperanza.
El conductor, callado, rienda en mano, me dejaba gozar del silencio de la luz entre las ramas y del descubrimiento de algún escurridizo pájarillo.
Estaba llegando al paraíso, y aún no lo sabía.
El Turtle Hostal resultó ser un refugio de surfistas en una desierta playa del Pacífico. Unas pocas y sencillas chozitas munidas de sus techos de paja desaliñada y un loft con música ochentosa apenas perceptible. Sobre su ático, el dormitorio compartido y sin ventanas, solo mosquitero todo alrededor por donde la suave brisa te plumereaba el corazón y los ánimos alegres.
Apenas un par de jóvenes parejas, obvio europeas!, dos cocineras rechonchas, la recepcionista voluntaria austríaca, el chico de la limpieza y pare de contar. El resto, puro mar, puro horizonte infinito, solo interrumpido por las reposeras frente al febo enorme, unas hamacas y unas cuantas palmeras. Perfecto!
Todo el tiempo del mundo, y excelente internet, ideal para mi idealización de ponerme a escribir todo lo adeudado.
Como dicen: la belleza cautiva. Así es que quedé maravillosamente catatónica toda la tarde mirando la nada misma desde mi poltrona azul y bien acolchada.
El temprano sunset me deslumbró con su rojo de oro apenas las cinco, con la marea en alza, haciendo alarde de toda su fuerza, con sus revueltas olas de pasión.
La noche tibia se lleno de estrellas.
Una buena ducha me despidió del día, aunque otra sorpresa me tenía reservada. Cuando ya estaba enjuagándome, ví correr un enorme cangrejo anaranjado de lado a lado del receptáculo. Cuando digo “enorme” me refiero a mínimo quince centímetros de distancia entre sus “patitas”. Super gordo, fornido, y con dos ojazos negros amenazantes, como diciéndome: “Este es mi lugar!”
No lo dudé ni una décima de segundo. Me envolví en la toalla como en un box de fórmula Uno. Inmediatamente vi otro, quizás su hermano gemelo, que corría tras el primero intentando subir por la pared azulejada.
Aún descalza, tomé todas mis cosas, y emprendí mi propia carrera hacia el dormitorio, donde terminé de cambiarme.
Exhausta por la experiencia bajé a comentársela a la recepcionista que solo se rió y me consoló con un simple: -”Ah sí, acá son muy comunes. Solo tienes que fijarte por donde pisas…”
Ya sintiéndome una veterana en términos de cangrejos (léase mi aventura en el sunset de Isla Pee-Pee de Thailandia) decidí mi cena a la luz de una sonriente luna dorada.
Aquí en Centroamérica, la luna creciente se presenta en horizontal, como una cunita en suave vaivén, pura dulzura.
Me dormí con el canto del agua encrespada, como una letanía, como un himno triunfal.
2° día:
El frescor de la mañana a través del gran mosquitero me anunció el alba clareante. Con la fuerza del nuevo día salté de la cama antes del canto del gallo. Olvidé mencionar que en este paraíso contamos con un gallinero con veinte ponedoras (por lo que todos los huevos que consumimos son de lo más sanitos). Además hay un montón de árboles frutales. En estos días, las naranjas y los limones están en su punto justo, vivan los jugos!
Al bajar, el perro del dueño, un roddweiler negro como el miedo, me dió la bienvenida pretendiendo jugar a los saltos sobre mi pequeña persona. Con voz firme aunque con bastante susto, le ordené aquietarse. Poco caso me hizo, hasta que la voz del dueño lo convocó a la compostura. Menuda bienvenida tras los cangrejos vespertinos!
Aun así estaba dispuesta a pasar un día completo aquí. Mi propósito era escribir tranquila, aunque la larga costa vacía invitaba a una larga caminata matutina con el sol en alza.
Dejé mis sandalias bajo una palmera y me encaminé hacia el este, con el astro entrecerrando mis párpados, los pies bañados rítmicamente en la espuma salobre y el alma llena de esplendor.
Caminé, caminé, caminé… hasta el infinito. Hasta que los hombros me ardían y no podía distinguir si el fuego de mi pecho, era emoción o real quemadura.
Decidí zambullirme para refrescarme. Para mi sorpresa, el agua era cálida cual el Mediterráneo, lejos de la fama del Pacífico. Otra belleza más que disfrutable!
Obvio que con toda la cautela de saberme sola ante la inmensidad. Nadie por aquí, nadie ni nada por allá… todo el mar para mí sola.
O eso era lo que esperaba, ya que inmediatamente recordé lo de las mantarayas que me había comentado el boyero, la visita de los hermanos pinzones en la ducha del día anterior, la película Tiburón hizo su aparición en mi mente, y la cordura me llamó a salir indemne de las agitadas aguas.
Agradecida por el refrescamiento, volví sobre mis huellas desvanecidas ahora con el sol a mis espaldas y el largo día por delante.
Al llegar al loft, pedí un café y revisé mi móvil. Resolví algunas cuestiones domésticas y encendí mi compu dispuesta a trabajar.
Sin querer vi que en la pared lindera había una pequeña biblioteca donde los turistas dejan libros a medio leer y donde los curiosos como yo, buscan algún título que los atrape. Salté como si de un imán se tratara y comencé a revisar los que allí dormían desordenados. Lomos en alemán, en francés, en inglés, en chino, en hebreo, pero nada en castellano. - “Buah… mejor! No debo cargar con más libros. Tengo suficientes en lista de espera en mi computadora, y la verdad, es que quiero escribir”. -me conformé mentalmente.
Ya me estaba por ir a sentar a mi mesa, cuando relojeo entre otros, un pequeño ejemplar de Sidharta, en castellano! Ni lenta ni perezosa, pero sí anticoherente, lo tomé con la autopromesa de solo una miradita para después. Hacía años (muchísimos!!! allá por mi lejana adolescencia) que había leído a Herman Hesse, pero no recuerdo haber entendido demasiado.
Volví a mi computadora y me puse a revisar los mails, a buscar información para mis siguientes pasos en Nicaragua, posibles coachsurfing para las sucesivas semanas, revisar el google mapa para asegurarme donde estaba (por si había subido al Cielo y no me había dado cuenta), en fin, a divagar con informaciones no urgentes procastinando mi real propósito.
Entre medio, me volvieron a asaltar mis preguntas “filosóficas” sobre el propósito de la vida, o más precisamente de este viaje, de cómo, cuándo y dónde lo terminaría, que siempre sola con mis decisiones, que cómo seguiría mi vida… etc. etc.
Nada mejor que una línea horizontal ininterrumpida entre el aire y el agua, la mente y las emociones, para no llegar a ningún puerto. Así me pasé la mañana y buena parte de la tarde, ensoñada entre el Agradecimiento y la culpa de no estar haciendo lo que tan cómodamente tenía por hacer.
No tenía excusas: estaba sola, tranquila, en un lugar ideal, con conección, con ganas (¿?), con tiempo, con ninguna otra cosa por hacer, y así y todo… dejaba las horas transcurrir.
Soy de las que cuando empieza algo, lo tiene que concluir. O al menos, mantener en condiciones. Sea un pullover tejido, un libro, una casa, o un blog!
Desde hace 18 años que allí cuento todos mis viajes, detalle a detalle, para quien quiera oirlos, o bien, para guardar ordenadamente todas mis fotos y andanzas, por si algún día, algún descendiente -nieto o nieta que aún no tengo- quiera saber de esta abuela loca.
No tengo más pretensiones que ésas. No busco seguidores ni likes, apenas me conformo con mantener informadosdía a día, a tres o cuatro amigas y amigos, para que no crean que me perdí en el Cosmos. Eso es todo!
Pero desde que pisé la India, parecería que ese país me quitó las ganas. O más precisamente, me negué a escribir sobre la brutalidad de lo que vi y viví allí. Me negué a fotografiar, me perdí de contar, de continuar escribiendo en mi blog.
No es excusa, pero lo cierto es que me empecé a sentir culpable de haberlo interrumpido. Me enfermé, viajé de regreso al 1° mundo, emprendí otros propósitos (visitar amigos,aprender francés, cuidar perros y gatos, etc..) y una cosa lleva a la otra y te quita tiempo, o te desdibuja las buenas intenciones.
Lo cierto es que me propuse ponerme al día desde aquél fatídico país. Algo bueno habrá para rescatar… Aunque ya fueron tantas las vivencias transcurridas desde ese entonces, que me llevará bastantes horas de teclear en esta maquinola. Sarna con gusto no pica, reza el refrán. Pero nada dice de hacerlo en un Paraíso que te invita al éxtasis gozoso de la contemplación sin fin…
Aquí estoy, de nuevo en la playa, dejándome bañar por el sátiro oleaje de una tarde en paz…
El sol ya se inclina dorado entre nubes grises alargadas como fideos empastados, anunciando un atardecer encubierto de luces dudosas.
Espero…
Contemplo…
Reposo…
Respiro…
Agradezco…
3° Día.
Se supone que vine por un día y ya estoy quedándome en el tercero.
De hoy no va a pasar la tarea de la escritura. Aunque ponerle el mote de “tarea” ya lleva implícita cierta carga, además de la culpa de la autoexigencia. Pesada mochila para andar cargando en un Edén como éste.
Primero lo primero: caminata costera -hoy hacia el oeste- hacia el otro infinito desierto que se abre hacia mi derecha. Ni una sombrilla, ni un humano, ni una botellita arrojada como basura, solo conchillas, cocos abiertos tras las caídas, algún que otra rama interrumpiendo el paso, arena, arena y solo arena tibia…
Tiempo, tiempo, tiempo abierto a la vida…
Sol, sol, sol que alumbra, quema, nutre y fortalece.
Vitalidad y calma en cada ola que salta y muere, que brinca y se deshace, que juega y se disuelve, como mis pensamientos, como mis sentires…
En algún momento, dorada a las brasas, retorné la vuelta, limpia, brillante, vaciada, dispuesta…
Llegué a mi reposera, bajo el toldo de pajas, me merecía un descanso. El libro de Hesse aún en mi bolsa, comenzó a llamarme. Le dí una oportunidad: solo un capítulo! Por ahora…
Claro, y me atrapó!…
No podía parar, era como si en 1929, lo hubiera escrito para mí. Me identifiqué con el personaje, necesitaba saber como seguía, que decidía, que le pasaba, adonde iba a llegar… Parecía mi propio camino interior. Mis propias reflexiones. En otro contexto, en otra época, pero con idénticas dudas, con idénticas sensaciones… En alguna parte, hasta anudé alguna lágrima.
Me metí al mar una vez más. Debía refrescar mi piel y mi mente.
Decidí que estar en estas cavilaciones, era lo que debía hacer hoy. Ya habrá tiempo para escribir. Hoy es esto, dejar fluir mis sentimientos, para eso estaba presente ante esta agua infinita. Para aflojar, para que cada pieza encuentre su lugar en este vaivén de la vida misma. Yo no podía detener el oleaje, tampoco vaciarlo, solo aceptar lo que es el mar, quizás admirarlo, respetarlo, gozarlo, aprehenderlo, degustarlo, dejarme fluir en él.
Volví a Siddartha.
Otra vez: admirarlo, respetarlo, gozarlo, aprehenderlo, degustarlo, dejarme fluir en su lectura hasta agotarlo, hasta encontrarme…
Otra tarde calma transcurrió en el silencio sonoro de las bravas olas, del dorado crepúsculo en el horizonte sin fin, el cielo se tiñó de rosas, púrpuras y encendido fuego.
Decidí quedarme un día más, les anuncié en la recepción.
Los otros pocos huéspedes eran como pasajeros invisibles, o yo era la invisible para ellos. No hice contacto con nadie. Sola con mi silencio y mi alma de a ratos revuelta, de a ratos en paz…
Nuevo día:
Hoy sí! Hoy lo lograría. Hoy voy a escribir!
No me podría quedar indefinidamente en este lugar. Soy una viajera que avanza, quiero conocer otros lugares, seguir mi ruta… (¿?)
La brisa matinal me empujó a una caminata temprana al bosque. A aquél por donde había llegado en la carreta. El sol ya estaba muy fuerte y mi piel muy ardida como para repetir pasos por la arena. Sería solo una media hora, y después sí! A mis propósitos!
Los pájaros iban despertándose a mi paso. Un coro de petirojos, guardabarrancos, tordos, bolseros y pinzones armonizaban sus notas aflautadas entre el follaje tupido en mil tonos de verdes.
Busqué el Quetzal -ave nacional de Nicaragua- pero no logré identificarlo. Su nombre de Dios alado, le permite guardar las debidas distancias con lo humanos. Son pocos los que tienen la fortuna de verlo, y no me queda claro si su belleza es tal o es simple leyenda.
El aire temprano me abría el alma, las emociones y los ojos ensoñados.
Lamentablemente, a los pocos minutos, mi radar láser para botellitas de plástico descartadas, comenzó a titilar con furia. Aquí y allá, enredadas bajo las matas, enterradas de punta en los huecos de los topos, arrojadas a la distancia sobre la tierra floja, o adrede coronando una termita, florecían asquerosas.
Pensé en recogerla cuando vi la primera, pero enseguida vi lo infructuoso de ese acto ya que no podría retirarlas a todas.
A menos que….
Volví al loft del hostal y le propuse a la recepcionista: “-Si me dan un rastrillo y unas cuantas bolsas de consorcio, les limpio el camino.” – ofrecí sin ninguna duda.
-”Deberías hablar con la Administradora, yo no te puedo autorizar…”
Me giré sobre mis talones, fui a la cocina, pedí las bolsas a la cocinera, manoteé el rastrillo que había visto cerca del gallinero, y me volví al camino de la entrada.
Feliz como un niñito que canta mientras guarda sus juguetes, comencé a levantar una a una, las aplastadas, las llenas de barro, las resecas, sin asco a ningún modelo, incluso las de vidrio. Como no soy racista, también me encargué de las latas de cerveza machucadas y otros varios, cajas de cigarrillos, trapos, cucharitas de plástico, vasos, platos, cajas de telgopor, suelas de zapatos, media ojotas, papeles de caramelos como para envolver un edificio completo, cajas de pizza, corchos, tapitas de colores, vidrios rotos, algún calzón, embalajes de telgopor, cables de auriculares destruídos, puchos, etc. etc.etc….
Avanzaba lentamente a saltitos de sapo, doblando mi cintura ante cada residuo, genuflexando mi rodilla a cada paso para alcanzarlo y meterlo a la bolsa. Mi visión de lince rastrillaba la superficie a diestra y siniestra cual limpiaparabrisa entrenado, sin perdonarle la vida a nada que no sea de origen vegetal.
Sin ni darme casi cuenta habían transcurrido tres horas de mugrosa tarea, ya el febo se elevaba impío sobre el medio cielo cuando contabilicé la quinta bolsa completa llegando a la desembocadura del camino, junto al botero que me miraba extrañado.
Le regalé una sonrisa de satisfacción agotada y en mi fuero íntimo deseé darle una lección de ambientalismo para que le trasmita a sus mugrosos vecinos, pero me contuve sabiendo que el ejemplo -a veces- airve más que mil palabras. Lo hecho, hecho estaba.
Volví gozosa por el camino ahora limpio de “extravagancias”, aunque cada tanto volvía a detectar alguna que se había escapado a mi radar. Volvía a inclinarme, desataba el nudo de la última bolsa y continuaba hasta asegurarme que nada quedaba, cual aspiradora humana.
En algún momento me cruzó la carreta. Su conductor, parco, transportaba un par de turistas que me miraron con desdén. Reconozco que mi aspecto era más próximo a una linyera sucia que a una huésped. Le hice señas para que se detuviera y cargara las ya cinco bolsas llenas (y bastante pesadas) para regresarlas al hostal. Me dijo que las dejara allí al borde del camino, que luego a su regreso lo haría, que ahora estaba “trabajando” (¿?).
Imposible para mí cargarlas todas, así que sin más remedio, confié en que así sería, antes que algún roedor decidiera investigarlas primero y todo mi trabajo hubiera sido en vano.
Seguí mi camino de regreso con la alegría de quien ha sembrado su buen acto del día. Entré al hostal apenas para seguir de largo directo al mar, dispuesta a zambullirme así vestida como venía, con cortezas de barro incrustado, hojas coronado mis mechas como laureles secos, millones de picaduras de mosquitos y otras bestias aladas más familiares de hormigas de diversos colores atreviéndose en mi intimidad.
El agua que todo lo cura, me barrió el cansancio y la mugre con la primer ola. Salté y brinqué disfrutando la calidez del líquido elemento, pasé por debajo de la espuma en ebullición de las más altas, me dejé subir y bajar de las suaves a punto de romper, me dejé surfear de regreso a la orilla y finalmente me peiné alisado para atrás con el revés de la corriente, antes de salir triunfal de las aguas, cual Anita Ekbert en la Dolce Vita de Fellini.
Me tiré en una reposera, sombra mediante, y me quedé profundamente dormida.
Una hora más tarde, mi estómago reclamó su ración diaria y me dirigí al loft.
Allí estaba la administradora sonriente: -”Lo haz hecho nomás!” -entre recriminación y felicitación -”te has ganado un día gratis. El Hostal invita!”
WOWWW!!!
Ya con todas las excusas cumplidas, subí al mangrullo con la computadora bajo el brazo, desde donde podía admirar la plenitud del horizonte y la playa vacía, sin interrupciones.
Acariciada por la tibia brisa, me puse a escribir, finalmente…
En algún momento, la bola dorada hundiéndose en el mar anunció el fin de la jornada, apenas eran las 17 horas. O sea, había tipeado cuatro horas sin parar!
Así me gusta! Cuando tienes tanto para contar, para compartir, el tiempo no existe.
Solo soy una presente con patas y deditos, y mucho corazón.
Hasta aquí mi relato de hoy, me vuelvo al mar, a despedirme…
Que lo disfruten.
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