Para salir del desierto, ni intentè volver a hacerlo por tierra, mucho menos a dedo. Me subì al correspondiente avioncito y en 3 horas estaba en Cairns, en el Nordeste australiano, frente al océano Pacífico.
Para salir del desierto, ni intentè volver a hacerlo por tierra, mucho menos a dedo. Me subì al correspondiente avioncito y en 3 horas estaba en Cairns, en el Nordeste australiano, frente al océano Pacífico.
El “aeropuerto” de Laverton fue lo más parecido a una sala de espera de dentista de pueblo, escasos 10 m2, con un mostrador que oficiaba de cheq- in con la misma señora que me había vendido el pasaje una hora antes, la que me recibió la valija y la acomodó en un carrito cargado de cajas de herramientas (obvio de los mineros), la que le hizo las señas codificadas a la avioneta que venía bajando en el horizonte, la que puso la escalerilla para que bajara gente y subiera otra, cual colectivo de la línea 60.
A las 6 de la mañana (ya hablé de lo sacrificada que es la vida de los viajeros) intentando evitar el calorón del día, ya estaba paradita en la rotonda de salida de Kalgorlie.
En Albany supuestamente me esperaba otra anfitriona de couchsurfing. Por esas cosas de internet, su dirección me llegó tarde. Todo es como debe ser…, me consolé y viendo que la ciudad no me resultaba en nada interesante, decidí tomar el micro que “justo” salía para Perth en breves minutos. Los chicos me despidieron con pañuelos blancos en alza y lágrimas en los ojos, cual barco que zarpa a otro continente.