De esos en que miras el cielo y dejas tu mente divagar…
Me he dado cuenta que, aunque lo intente, nunca seré una “nómade”.
Palabra que me encanta por su relación con la libertad, con las caravanas de camellos en la quietud del desierto, o de alegres carromatos gitanos, de aves en vuelos trasatlánticos, de migración de fieras salvajes, o de semillas al viento.
Ser nómade me remite a la casita que porta el caracol, o a la caparazón de una tortuga. Las ramitas con que se empeñan los pájaros en construir sus nidos o la diversidad de casas rodantes con que nos tienta el mercado actual.
Ser nómade implica andar liviana, sin ataduras, sin apegos, sin dependencias.
Ser nómade es andar sin tener un destino de llegada, mucho menos de vuelta a un hogar.
Cada una de estas cualidades me rozan, pero no me abarcan.